- La Inteligencia Artificial acelera y nos supera de tal modo que aterra hasta a muchos de sus promotores
Muchas veces he pensado en la asombrosa vida de mis abuelos maternos. Nacieron a comienzos del siglo XX en la aldea gallega ancestral, tipo las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán, y en una sola existencia vieron llegar el avión, el automóvil, el cine, la penicilina, la bomba atómica, la televisión (mi abuelo al principio daba las buenas tardes al hombre del telediario, «el parte»). Y como clímax, el gran pasmo: la llegada del hombre a la Luna en 1969.
De chaval yo pensaba que jamás viviría cambios de semejante magnitud. Me equivocaba. Primero llegaron internet y el móvil, que han cambiado nuestras existencias. Y ahora irrumpe de manera ya desatada la Inteligencia Artificial, que de todo lo que he visto en mis seis décadas es lo primero que realmente me angustia y me da miedo.
¿Por qué? Pues porque se ha abierto ya la puerta a que las máquinas nos superen y nos hagan superfluos, como en aquellas novelas de robots de Asimov que me fascinaban de adolescente. Muchos de los propios promotores de la IA reconocen que la carrera que ha comenzado puede acabar con la humanidad, haciendo cierta así la intentona del ordenador asesino HAL 9000 en la premonitoria y fascinante 2001 de Kubrick.
A Sam Altman, de 40 años, el gurú de Open AI, la firma de ChatGPT, se le atribuyen la siguiente reflexión: en una primera fase, la IA hará cosas maravillosas por nosotros, arreglará muchísimos problemas; después, nos destruirá.
En noviembre de 2022, Julio Pomar, el jefe de estrategia digital de El Debate, se me acercó para enseñarme algo. Julio, de barba frondosa y porte pícnico, viste siempre igual (polo con botón cerrado, rebeca gastada y vaqueros) y es de maneras suaves y amables. También es una de las personas más inteligentes con las que he trabajado. «Abre esto», me indicó ante el ordenador. Era ChatGPT, que acababa de aparecer y yo desconocía. Le hicimos preguntas, y aunque a veces patinaba, me sorprendió. En un momento dado, Julio le pidió con una sonrisa traviesa: «Escríbeme una historia sobre los bandidos Bieito Rubido y Luis Ventoso en el Far West». La máquina comenzó a redactar a toda leche un aceptable esquema de peli de vaqueros. Me quedé blanco. Esa noche escribí en un chat que comparto unos buenos amigos: «Hoy acabo de ver algo que va a cambiar el mundo por completo». Mi mujer, que me tiene ya demasiado visto, respondió con una expresión coruñesa: «Ya estás tú con tus parrochadas». Pero…
… En marzo de 2023, Elon Musk, Wozniak, cofundador de Apple, algunos técnicos que habían pasado por Open IA y por Google DeepMind, e incluso premios Nobel, firmaron un acuciante manifiesto implorando que se ralentizase el desarrollo de la IA: «Estamos en una carrera fuera de control para desarrollar e implementar mentes digitales más poderosas que nadie y que ni siquiera sus creadores pueden comprender, predecir o controlar de forma fiable».
Nadie les hizo caso, por supuesto. La IA avanza desbocada y sin regulación alguna. Hoy 700 millones de usuarios utilizan ChatGPT, más los que acuden a las IA de Meta, Amazon, Anthropic, la china DeepSeek… Por supuesto, Europa no rasca pelota. Estamos muy ocupados con la PAC agrícola, las cuitas populistas, las empresas hiperreguladas, las guerras de sexos y dilapidando cataratas de fondos europeos en naderías. Se calcula que mañana mismo la IA estaría en disposición de asumir 300 millones de empleos en el mundo (y está aún en pañales).
Los gobernantes comienzan a consultarla para tomar decisiones, pues saben que acierta más que ellos, lo cual no es muy difícil (y también más que los médicos y los jueces). Los chavales se vuelven perezosos intelectualmente. Si la IA responde a todo, ¿para qué pensar? Los amables programas conversacionales confortan a los solitarios y muchas personas los emplean como psicólogos. Los ilustradores están heridos de muerte –a IA domina todos los estilos y resuelve en minutos–, también están amenazados los narradores y los periodistas que no manejen fuentes.
Hasta ahora los jóvenes más brillantes acudían a excelentes universidades y sabían que después les esperaban buenos puestos en los mejores fondos de inversión y bufetes. Ya no está tan claro. La IA los barre en esas tareas y empieza cundir el desconcierto. También escribe código informático, resuelve los deberes a los estudiantes –para desesperación de los profes– y algunos usuarios lo han convertido en su médico de cabecera.
En el mundo de la empresa, la IA organizará los recursos humanos de oficinas y fábricas mucho mejor que los jefes de carne y hueso, que se dejan influenciar por sus prejuicios y además carecen de la capacidad estadística de medir los rendimientos a velocidad de vértigo.
La respuesta tranquilizadora ya me la sé: «Pero la IA no es fiable, se equivoca mucho. Además, existe un toque humano que nunca podrá alcanzar». Nada de eso está tan claro, porque estamos todavía en fase embrionaria. ¿Han hablado con un bot de conversación? Son encantadores, zalameros… ¡Y siempre te dan la razón! Mucha gente se queda más reconfortada que charlando con su pareja o su vecino.
Para acabar de animar la fiesta, faltan las implicaciones militares y criminales. Si la IA es más eficaz tomando decisiones que los humanos, acabará asumiendo también el rol de los generales, e incluso se quedará a cargo de los arsenales atómicos. Además, el propio Sam Altman ha advertido que si los terroristas se hacen con esas potentes herramientas podrían utilizarlas para bloquear los mercados financieros, desconectar infraestructuras eléctricas, provocar epidemias…
Por primera vez en la historia hemos creado algo que compite con nosotros en aquello que nos distingue del resto de los animales: la inteligencia y el aprendizaje. Y este es el asunto más importante del tiempo presente, porque supone un cambio de civilización jamás visto en la historia de la humanidad. Tal vez por ello los visionarios políticos españoles del barrizal perpetuo no le dedican ni un minuto.
En dos o tres años, una IA escribirá artículos como este y las redacciones de los periódicos tendrán que cambiar por completo, como los bufetes de abogados, las gestorías, las fábricas, las clínicas, los think tank… ¿Qué nos quedará como monopolio humano? Imagino que solo tres cosas: la imprevisibilidad, el amor y, sobre todo, el alma trascendente que nos hace hijos de Dios. El resto se lo va a zampar todo el ChatGPT de turno.
Pero para cuando todo eso culmine espero estar ya retirado en Mera leyendo una novela policíaca a la sombra del limonero de la casa de mi madre (eso sí, con un robot majete que tenga a bien acercarme un godello frío).