Este martes por la noche, durante su entrevista en El Hormiguero con ocasión de la publicación de la segunda entrega de sus memorias, Por decir la verdad, Pedro J. Ramírez citó frente a Pablo Motos un artículo en el que hablo de “los políticos remolacha”.
Este es el artículo: El que más chifle, capador: 24 motivos por los que los insultos funcionan (muy bien) en política.
Pero ¿qué es un político remolacha?
He de dar un pequeño rodeo para explicarlo.
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En el artículo explico por qué los políticos que más crispan, que más encabronan y encienden y agitan a los ciudadanos con insultos, bulos, falacias y una demagogia oceánica suelen llevarse los mejores espacios en los medios de comunicación, pero sobre todo el aplauso de los suyos en las redes sociales (y en las urnas).
Es aquello del “que hablen de ti, aunque sea mal”. Que ha acabado convertido, en 2025, en un mucho más cínico “que hablen de ti, aunque sea bien”.
¿Por qué nos gustan tanto aquellos políticos que degradan la convivencia, empobrecen el debate público e intoxican la democracia?
¿Que proponen soluciones simplonas a problemas complejos?
O, peor todavía, que inventan un problema para cada solución.
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¿Nos hemos radicalizado?
¿O la política siempre ha sido así y lo que ocurre es que hemos idealizado el pasado?
¿Quizá las redes sociales lo han corrompido todo?
¿O lo que sucede es que hemos entrado en la etapa final de la democracia, la de la demagogia y la oclocracia? ¿La del gobierno de los peores, aplaudido por la más ignorante de las muchedumbres?
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En el artículo explico que hay razones sociológicas y políticas para explicar por qué triunfan los políticos más tóxicos, pero también razones científicas y psicológicas.
Y explico, por ejemplo, que nuestro cerebro, que es exactamente el mismo que el de los cazadores recolectores de hace decenas de miles de años, no está programado para asimilar las sutilezas de la política y de la democracia, sino para detectar peligros y recompensas.
Para reconocer un tigre escondido entre los arbustos y la previsible dulzura de una fruta que nos aportará la glucosa que necesita nuestro cuerpo para sobrevivir un par de días más.
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En el artículo digo que nuestro cerebro evolucionó para detectar escorpiones y leopardos, no para admirar a políticos serios, previsibles y formales “como una remolacha hervida”.
Porque un político remolacha no es ni una amenaza, ni una recompensa.
Pero ¿no es eso lo que debería ser un político? Alguien que no suponga una amenaza para ti, pero tampoco un mero proveedor de golosinas con las que desincentivar la iniciativa, el trabajo y el emprendimiento.
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Un político remolacha es el que no insulta, o insulta poco, o que, cuando lo hace, lo hace con gracia e ingenio literario, no con la vulgaridad de un cabestro de codo en barra.
El que razona en vez de embestir con la cornamenta contra todo lo que se menea.
El que se propone a sí mismo como modelo de seriedad y fiabilidad en contraste con esos políticos de la improvisación, el regate en corto, la ocurrencia y el disparate.
El que cree en la democracia como un fin, y no como un medio.
El político remolacha no genera pasiones, no enciende a las masas y es poco probable que sea capaz de aglomerar a decenas de miles de personas a su espalda si se le ocurre levantar una bandera, como Charles Chaplin en la famosa escena de Tiempos modernos.
Tampoco promete revoluciones, tablas rasas o enmiendas a la totalidad.
Nunca niega la mayor, pide rupturas radicales, o dice haber descubierto lo que lleva siglos descubierto.
El político remolacha tiene poco sabor y nadie nunca, jamás, pedirá una ración entera de él a palo seco, sin condimentos, salsas o añadidos que le aporten un poco de salero y jacaranda.
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Pero los políticos remolacha no destruyen su país, no degradan las instituciones, no corrompen la democracia ni provocan guerras civiles.
No son líderes naturales, pero curan.
Este martes por la noche, mi mujer, viendo El Hormiguero, se sorprendió de la elección de la remolacha para mi metáfora del político soso y escasamente excitante, pero, como cantaba Loquillo, «feo, fuerte y formal».
Ella es periodista gastronómica, y me informó de que la remolacha no sólo tiene mucho más sabor y aroma del que insinúa la metáfora, sino también más color, como habrá comprobado cualquiera que se haya manchado la ropa con remolacha.
Y ahora estoy mucho más convencido que antes de que lo que necesita la España de la próxima década es un buen político remolacha que (quizá) no apasione a primera vista, pero aporte sabor, aroma y color a una política española que lleva ya demasiados años sabiendo a ceniza, oliendo a madera quemada y pintando muy, muy negro