- He aquí lo que significa ahora ser de ultraderecha: revientan tus manifestaciones; ejercen contra ti la violencia y la intimidación; acatas la monarquía parlamentaria y la Constitución; defiendes el imperio de la ley…
La conversión al wokismo de la izquierda tradicional fue un proceso de sorprendente rapidez que cabe datar en 2014. Lea mi ‘Sentimentales, ofendidos, mediocres y agresivos’ si quiere saber por qué y cómo. Por supuesto, antes de aquel momento la izquierda llevaba décadas tachando de fascista a cualquier anticomunista, e incluso a comunistas que se apartaban del estalinismo o que molestaban; la costumbre se remonta al menos a Willi Münzenberg, genio de la propaganda del que aprendió Joseph Goebbels. Pero, si prestan atención, percibirán un cambio interesante: por mucho que la acusación infundada de fascista la siga practicando el vulgo zurdo, la izquierda patana –a la que basta con no mirar y no escuchar para que deje de existir en nuestro universo–, la etiqueta de ultraderechista ha cuajado. La usan de manera sistemática, como un automatismo taxonómico neutro, los medios mainstream en sus piezas informativas, que se suponen veraces y orientadas a la objetividad.
Mi tesis es que antes de la conversión al wokismo de la izquierda, la voz «ultraderecha» significaba lo contrario que ahora, que se ha operado una inversión semántica. La ultraderecha era, por definición, contraria a la democracia liberal, al parlamentarismo, al Estado democrático de derecho, al imperio de la ley, a la garantía de los derechos y libertades, a la igualdad ante la ley. Además, era inseparable de la violencia, ya por practicarla, ya por ampararla o justificarla. Ramplonerías aparte, ultraderecha no era antónimo de ultraizquierda o extrema izquierda, sino de democracia liberal. La ultraizquierda tampoco era democrática, y también era violenta: ETA, Grapo, etc. Nadie en sus cabales llamaba ultraizquierda al PCE, que reivindicaba la reconciliación nacional desde 1956 y que asumió la bandera de España y la monarquía parlamentaria tan pronto como fue legalizado. Fijemos pues la idea: ultraderecha, o extrema derecha, aludían en España a grupos organizados para impedir la llegada de la democracia o para revertir el proceso una vez instaurada aquella, para asesinar, para dar palizas, para amedrentar, para reventar manifestaciones pacíficas.
Desde la conversión al wokismo de la izquierda, ultraderecha, como adelanté, significa lo contrario. Los medios españoles mainstream lanzan el escupitajo, sueltan el borrón, traicionan la ética profesional cada vez que tildan de ultraderechistas a demócratas. Sucede cada vez que nombran a Vox, a Milei, demostrando que se trata de decisiones editoriales. Dado que el significado de las palabras cambia, e incluso se invierte (véase «nimio»), como es el caso, he aquí lo que significa ahora ser de ultraderecha: revientan tus manifestaciones; ejercen contra ti la violencia y la intimidación; acatas la monarquía parlamentaria y la Constitución; defiendes el imperio de la ley; impulsas cambios en la Constitución solo a través de sus propios mecanismos de reforma; propugnas la igualdad de todos los españoles ante la ley, sin discriminación por origen o género; impuestos bajos; educación no adoctrinadora y de calidad; endurecimiento de las penas a los violadores; preservación de la soberanía nacional. Ultimada la inversión semántica, debo admitir que soy de ultraderecha. Conviene no perder el tiempo en defenderse.