José María Ruiz Soroa-El Correo
- En 2018 sugerí una amnistía de los hechos del ‘procés’ como ocasión para la ‘política grande’. Pero ha salido por la necesidad del Gobierno de sostenerse
Adelanto como prueba de la honestidad con que está concebido este artículo de opinión que ya en 2018, hace más de cinco años, sugerí una amnistía de los hechos del ‘procés’ como medio válido para salir del embrollo de un proceso judicial que, en mi opinión, no iba a terminar sino en forma de desastre (EL CORREO, 7-4-2018, ‘¿Qué tal amnistía y consulta?’). Era una manera de pasar página de unos hechos desgraciados que, desde luego, exigía como base y punto de partida un acuerdo de todos los partidos políticos constitucionales e incluso un Gobierno de concentración. Era una ocasión para la ‘política grande’, esa que las élites de algunos países fueron capaces de practicar en momentos de crisis nacional. Porque una amnistía no es tanto un concreto acto legislativo como un acto de esa soberanía constituyente que aparece en los ‘grandes días’ de Carré de Malberg.
Bueno, pues se ha promulgado la amnistía por el poder legislativo. Pero ¡cuán distinto del sugerido ha sido el marco! En lugar de unidad, división. En lugar de altura de miras, la pura y simple necesidad del Gobierno de sostenerse. En lugar de acto fundacional, un tufo de transacción sórdida. Política pequeña en días pequeños.
Discutir si la amnistía era o no constitucional en abstracto ha sido el trampantojo, la táctica del elefante en la habitación con que se distrae a la atención pública y se le hurta el poder tomar conciencia cabal de lo que se estaba realmente planteando. Porque la cuestión no era tanto una acerca de la constitucionalidad de la medida en abstracto cuanto la concreta y contextual de cómo y a cambio de qué se estaba amnistiando. Aquí y ahora. Eso era lo relevante desde un punto de vista moral, jurídico y democrático: que se estaban amnistiando unos delitos a cambio de que los diputados controlados por los autores de esos delitos votasen de una determinada forma en sede parlamentaria; en concreto, votasen a favor de una persona en la investidura.
Es difícil imaginar una situación y una conducta de más baja estofa moral y democrática. Pues si bien todos sabemos, cómo no, que la política democrática (y la otra) exigen a veces cambalaches y acuerdos de dudosa pulcritud, y que los votos se consiguen tanto con ideología como con intereses y favores, nunca habíamos llegado a contemplar tan dura realidad como la de que un cargo se intercambie por nada menos que el perdón total de unos graves delitos ya cometidos por los que controlan sus votos. Lo subrayamos: ese borrado de lo acaecido no se efectúa por mor de un interés general o común de la ciudadanía, sino solo por el interés particular del dirigente propuesto por los partidos de izquierda para ser presidente del Gobierno. Intentan vendernos, claro está, la idea de que la amnistía busca conseguir un interés general. Nos hablan de «pasar página», «desjudicializar el conflicto», «devolver el problema a la política» y demás significantes vacíos, pero la oratoria engolada y vengativa de Puigdemont lo dejó muy claro: la amnistía es el precio de la investidura del candidato izquierdista. La transacción fue así de grosera.
Se apela también a un pretendido efecto sanador o socialmente cohesivo de la medida. Grave distorsión de conceptos. Primero, porque el fin no justifica los medios; y, segundo, porque como recuerdan siempre los sociólogos «correlación no es causación». Que la situación catalana se haya pacificado al tiempo que se anunciaba la amnistía no prueba que lo primero sea consecuencia de lo segundo, salvo que chapoteemos en la falacia del ‘post hoc, propter hoc’.
En realidad, estamos ante una transacción que responde, como todas las mercantiles, a la satisfacción de los intereses particulares y personales de sus artífices: ‘do ut des’. Lo demás es hojarasca para confundir a la opinión y para poner árnica en el ánimo escocido de algunos socialistas con reparos estéticos sobrevenidos. Y mi pregunta, que planteo como habitante de un país que solía ser un Estado de Derecho democrático, es la de si una transacción de esta índole, una transacción tan torpe, hecha a la vista de todos, con luz y taquígrafos, pregonada sin rubor por su autor, puede pasar los filtros que impone el concepto mismo de Estado de Derecho. Porque si algo repele a este es la arbitrariedad del legislador, el que actúe por razones que no pueden universalizarse como reglas válidas para el gobierno de un pueblo. El artículo 9 de la Constitución prohíbe expresamente a los poderes del Estado «actuar con arbitrariedad». A los poderes públicos, resalto, Gobierno y Congreso de los Diputados incluidos.
La amnistía está ya amortizada, se observa con desgana. Nuevos y apremiantes eventos han sobrevenido y la han tapado en esta ‘democracia de audiencia’ que vivimos. Ya no le importa a casi nadie. El espectáculo debe seguir. Cierto. Pero algún día volveremos la vista atrás para averiguar «cuándo se jodió el Perú, Zavalita» y entonces lucirá la amnistía, esta amnistía, como un peldaño señero en el descenso a la degradación. Al tiempo.