EL MUNDO – 22/05/16
· Viajando por Borneo hace 15 años encontré el bar Barcelona en las afueras de la ciudad de Timika. Resultó ser un burdel para mineros al que su dueño, un miembro de la tribu de los Dani, había puesto el nombre de su equipo de fútbol favorito. Cometí el error de contarle que también yo era del Barça y en ese instante se abalanzó sobre mí como si hubiera marcado el gol decisivo en una final de Champions, dándome un gran abrazo perfumado en whisky barato. El poder fraternal del fútbol, ya saben.
La cosa es que poco después dejé de ser del Barça. Y no porque el nombre del club fuera utilizado como reclamo para la trata de blancas, que ninguna culpa tenía mi equipo de aquello, sino porque sus dirigentes habían prostituido sin remedio un gran proyecto deportivo para ponerlo al servicio del adoctrinamiento nacionalista.
Por despecho y cercanía geográfica –mi primer piso de soltero estaba junto al Bernabéu– me hice del Real Madrid, consciente de que no encontraría comprensión ni entre los seguidores de mi nuevo club. Desde entonces los amigos barcelonistas me ven como un traidor y los madridistas, que no terminan de creerse mi conversión, como un chaquetero. Uno lleva sin orgullo la debilidad de sus principios futbolísticos en un país que perdonaría un cambio de pareja, continente y hasta de sexo, pero jamás de equipo de fútbol.
La desvinculación emocional del Barça no fue fácil para alguien que de niño vivió el secuestro de Quini como si se hubieran llevado a su mejor amigo, la entrada de Goikoetxea que lesionó a Maradona como la revelación del mal y la derrota ante el Steaua de Bucarest como uno de los días más dolorosos de su infancia, por encima del descubrimiento de que los Reyes Magos eran los padres.
Mirando atrás en el tiempo, ya entonces había señales inequívocas de que cuando el nacionalismo catalán decía que el Barça era Més que un club, se refería a que también debía ser una avanzadilla para lograr una Cataluña independiente, excluyente e intolerante. Todo ha ido cobrando sentido con los años: la forma en la que los errores arbitrales eran voceados en el patio del colegio como afrentas a Cataluña, las victorias presentadas como resarcimientos de las heridas de la historia o la confusión deliberada de los sentimientos del barcelonismo con los de todos los catalanes. Y así hasta el empeño estos días por parte de los más sectarios de convertir el Nou Camp en lugar de peregrinación del pensamiento único, donde se exige pulcro respeto a los símbolos del separatismo y se denigran los del resto de los españoles.
Porque bien está que la Justicia haya decidido que los seguidores del Barcelona puedan llevar hoy banderas independentistas al Calderón –mira que hacen cosas extrañas los Estados opresores–, rectificando una torpe decisión del Gobierno que lo único que había logrado era dar oxígeno victimista al nacionalismo. Pero resulta grotescamente hipócrita que ese respeto sea reclamado por quienes marginan sistemáticamente todo lo que representa a España, faltan al respeto a su jefe de Estado con pitadas maleducadas o aplauden la quema de la Constitución en un programa de la televisión pública. Para el nacionalismo, los únicos sentimientos legítimos son los propios. El resto se pueden pisotear.
El Barcelona podría haber optado por ser un club abierto a todos los catalanes –y a los que no lo son–, manteniéndose al margen de la política y evitando convertirse en otra herramienta utilizada para agrandar la brecha en la sociedad catalana y marginar a quienes no comulgan con el independentismo. Tomó otro camino, en contra de un buen número de socios no independentistas que mantienen una resignada y admirable lealtad al club. Otros nos decantamos por una ruptura dolorosa –no soy el único, créanme–, convencidos de que no somos nosotros quienes traicionamos al Barça, sino al revés.
EL MUNDO – 22/05/16