Ignacio Varela-El Confidencial
- El antisanchismo es ya un propulsor político y una razón de voto que amenaza con hacerse transversal. La primera constatación contundente de ese fenómeno ocurrió en Madrid el 4 de mayo
Se nota que un partido en el poder entra en fase declinante cuando presenta estos cuatro síntomas: a) un ataque de ceguera persistente que le impide ver lo que sucede delante de sus narices y todo el mundo ve; b) comportamientos erráticos, con vaivenes incomprensibles y reacciones espasmódicas, acompañadas frecuentemente de alucinaciones paranoides; c) reiteradas conductas autolesivas, y d) rencor social invertido, que se produce cuando el político se revuelve contra la sociedad y la culpa de sus desgracias.
El resultado de ese cuadro clínico suele ser el encadenamiento de errores que, al tratar de corregirse compulsivamente, conducen a más y mayores errores hasta crear un conflicto insuperable entre el sujeto y la realidad.
Ese conjunto de síntomas fue claramente perceptible en la fase terminal del Gobierno de Adolfo Suárez, previa al 23-F; en la última legislatura de Felipe González (hasta que aceptó pacíficamente que el cambio de ciclo no solo era inexorable, sino conveniente); en el último año del Gobierno de Aznar, el del Prestige, la guerra de Irak y la gestión delirante del 11-M; en el naufragio catastrófico del Gobierno de Zapatero a partir de mayo de 2010, y en los últimos días de Rajoy, impertérrito ante la tormenta que se cernía sobre él y petrificado cuando esta se desató en forma de sentencia judicial y moción de censura.
El Gobierno que preside Pedro Sánchez comienza también a mostrar esos signos. La diferencia es que, en todos los casos anteriores, la decrepitud se produjo en el tramo final de largos periodos de Gobierno, y en este se manifiesta cuando apenas ha transcurrido un año y medio de la legislatura. Pero los tres años transcurridos desde la llegada de Sánchez al poder con aquel ‘Gobierno bonito’ parecen una eternidad. Este presidente ha sometido el sistema político y la sociedad a tal nivel de estrés que la ‘fatiga sanchista’ se ha aglomerado a una velocidad sorprendente.
En el origen, como señaló ayer José Antonio Zarzalejos, está la propia composición del Gobierno y de la mayoría parlamentaria que lo sostiene. La coalición contra natura de un partido central, históricamente vertebrador del sistema, con todas las fuerzas del extremismo político, la impugnación constitucional, la desintegración del Estado y el resentimiento histórico (mal llamado ‘memoria’). Una fórmula que apuesta por todo lo que es inflamable y centrífugo en la política española y que repugna al talante mayoritario del cuerpo social, a la naturaleza del PSOE del posfranquismo y a la lógica del sistema. Un poder que deposita sus esperanzas de perpetuación en exacerbar los rasgos odiosos de la alternativa, favoreciendo descaradamente a sus sectores más extremistas.
En el camino, una relación sospechosamente connivente (para toda la España no nacionalista) con las fuerzas responsables de la insurrección institucional en Cataluña. Un abordaje de la pandemia orientado a descargar sucesivamente la responsabilidad en los expertos, la oposición, las comunidades autónomas, la Unión Europea, los jueces y la propia población. Y una afición enfermiza por la confrontación partidaria, la propaganda engañosa y la instrumentalización sectaria de las instituciones. Además, un modelo de liderazgo que obedece mucho más a la lógica del sometimiento que a la del afecto o la persuasión.
Con todo ello, se ha ido incubando un frente de rechazo que desborda el perímetro de la derecha y se extiende por el espacio de la centralidad hasta alcanzar el territorio de la izquierda moderada. El antisanchismo es ya un propulsor político y una razón de voto que amenaza con hacerse transversal. La primera constatación contundente de ese fenómeno ocurrió en Madrid el 4 de mayo.
A partir de ahí, la aparición de los síntomas:
La ceguera. Hay que estar ciego para no percatarse de que el intento de desestabilizar los gobiernos autonómicos del PP provocaría una respuesta fulminante de este en su enclave más poderoso, la Comunidad de Madrid. Como para aceptar el desafío plebiscitario de Ayuso, creer las encuestas del CIS, machacar al candidato propio y entregarse finalmente a la estrategia incendiaria de Pablo Iglesias.
Tras la convocatoria, Isabel Díaz Ayuso podría haberse quedado tranquilamente en su casa, dedicada a la jardinería, y el resultado habría sido el mismo. Redondo, Sánchez, Iglesias, Calvo, Tezanos y el propio Gabilondo compusieron el comité electoral más eficiente que jamás tuvo el Partido Popular.
Decenas de supuestos analistas supuestamente expertos trabajando en la Moncloa, millones invertidos en estudios de opinión y una gigantesca base de datos extraídos de la red para no oler ni de lejos la corriente del humor social en el territorio más poblado del país. Sobredosis de laboratorio.
La política errática. Que se manifiesta sobre todo en el manejo inaudito del final del estado de alarma. Con los contagios en cifras aún elevadas, las UCI en situación comprometida y la vacunación tomando velocidad, cualquiera habría entendido que —como juiciosamente sugirió el PNV— se pidiera al Congreso una prolongación del estado de alarma durante unas semanas más para dar cobertura a las restricciones necesarias hasta vacunar al menos a la mitad de la población. Nadie ha sabido dar una razón sanitaria, jurídica o económica que justifique lanzarse al vacío sin red.
Con su imprudente decisión, el Gobierno se ha sometido a sí mismo a dos peligros fatídicos. El primero y más grave, que el descontrol social provoque una quinta oleada de contagios. El segundo, que el Tribunal Supremo y/o el Constitucional desautoricen radicalmente la peregrina tesis de que cualquier instrumento normativo es válido para restringir los derechos fundamentales. En ambos casos, el golpe político podría ser la gota que colme el vaso de la paciencia social.
Si Sánchez cree que sus maniobras elusivas pueden desviar la imputación social hacia otras instancias, es que lo ignora todo sobre la sociedad y la política en España. Se ponga como se ponga, el peso de la responsabilidad de lo que suceda con la pandemia recaerá sobre su Gobierno y Su Persona.
La autolesión. No de otra forma puede considerarse abrir, en estas circunstancias, una batalla orgánica en el PSOE de Andalucía que será necesariamente sangrienta y dejará ese partido aún más quebrado de lo que ya está. Como Ayuso en Madrid, Moreno Bonilla solo tiene que sentarse a contemplar el espectáculo caníbal en el campo rival y, en el momento oportuno, recoger la cosecha.
El rencor social invertido. Lo peor de todo. Cuando un partido rechazado en las urnas se vuelve contra los votantes, debe abandonar toda esperanza para mucho tiempo. Hay antecedentes, eso mismo le pasó al PP en Andalucía durante décadas. Con su reacción histérica tras la derrota del 4-M, el PSOE ha regalado Madrid al PP no para esta, sino para varias elecciones más.
Hay quien pronostica —creo que con acierto— que la agonía del sanchismo será larga y su final, apocalíptico. Lo que quedará de su partido será un campo de cenizas. ¿Y del país?