Ignacio Varela-El Confidencial
- Uno de los rasgos definitorios de las variantes del populismo es que contemplan el principio de legalidad como un estorbo y la independencia de los jueces como un obstáculo
Ojalá el escándalo de la ley llamada del solo sí es sí (que comenzó a mostrar su vocación de ley-pancarta en su bautismo como consigna) fuera un hecho aislado en la trayectoria de este Gobierno. Ojalá los jueces que han revisado las sentencias contra agresores sexuales, reduciendo sus penas (obligados a hacerlo por esa misma ley), fueran un residuo machista enquistado en el poder judicial. Ojalá todo el estropicio se debiera únicamente a la estulticia de Irene Montero. Del mal, el menos, podríamos decir.
Por desgracia, ninguna de estas tres cosas es cierta. No estamos ante una excepción, sino ante una pauta sostenida en el comportamiento de este Gobierno, que deriva de su naturaleza política; los jueces revisionistas (que, descubierto el agujero, pronto serán legión) no forman parte de un búnker reaccionario, más bien son profesionales que cumplen su obligación de aplicar una ley en vigor aprobada en el Parlamento (hacer lo contrario por proteger al legislador de su propia inepcia habría sido prevaricador), y residenciar toda la culpa en la acreditada burricie de una ministra es un regate fullero para salvar el trasero de toda la cadena de mando, especialmente el de quien dirige el Gobierno y lidera la mayoría parlamentaria. Pese a todas las apariencias, el Consejo de Ministros sigue siendo un órgano colegiado en el que todos sus componentes son responsables de todas las decisiones y, en caso de duda o discrepancia, el señor presidente decide.
El mal de fondo no es tan solo que el Gobierno y su mayoría parlamentaria sean jurídicamente incompetentes: es que lo son porque quieren serlo, porque ello es consustancial a su concepción de la política. En ambas instancias hay algunas personas que saben de derecho; pero bien poco lo hacen valer, porque el ecosistema político en el que habitan es genéticamente hostil a los principios del imperio de la ley y la separación de poderes. Lo es desde el primer día y no ha cesado de dar muestras de ello, incluso en las situaciones más dramáticas —diríase que especialmente en ellas—.
Existen muchas variantes del populismo, un fenómeno político caleidoscópico que se caracteriza por que ninguno de sus practicantes admite serlo, pero a todos se los reconoce en cuanto abren la boca y empiezan a actuar. Sobre todo si llegan a los gobiernos, lo que últimamente sucede con desgraciada frecuencia. Uno de sus rasgos definitorios es que contemplan el principio de legalidad como un estorbo y la independencia de los jueces como un obstáculo, y ajustan su comportamiento a ello en toda la medida que el contexto se lo permita. Corromper como medio de pago el principio de legalidad y embestir contra la Justicia con afán de neutralizarla se hace más difícil en un Estado miembro de la Unión Europea que en una república bananera, pero la vocación de origen es idéntica.
A estos efectos, da igual que hablemos de Donald Trump o de López Obrador, de Cristina Kirchner o de Bolsonaro, de Viktor Orbán o de Oriol Junqueras (dejo al margen a los dictadores evidentes como Putin, Ortega o Maduro). No se conoce la experiencia de un Gobierno populista, cualquiera que sea su alegada orientación ideológica, que no haya practicado contumazmente el uso alternativo del derecho y la manipulación de las leyes como instrumentos de propaganda y polarización. Sobre todo, no existe un Gobierno populista que haya renunciado a someter la Justicia a sus designios o, alternativamente, enervar su acción con todos los medios a su alcance.
La cosa tiene su lógica. Lo que distingue al populismo es que se atribuye de forma exclusiva —por tanto, excluyente— el privilegio de ser el único y auténtico intérprete de la verdadera voluntad del pueblo, y ello al margen de cuál sea su nivel de apoyo en las urnas. El Iglesias del 5% de los votos se arrogaba la propiedad del sentir popular (frente a la casta, que entonces tenía el 80%) con la misma osadía que el que fue líder del tercer partido con 71 escaños o, en la actualidad, un telepredicador patético intentando que sobreviva la criatura que él creó a su imagen y semejanza para después destrozarla.
El correlato necesario es la pulsión de omnipotencia que afecta a todos los poderes de naturaleza populista, ya sea esta de fábrica y por convicción (como en Iglesias) o adquirida por conveniencia (como en Sánchez). Puesto que el dirigente populista reclama para sí el monopolio de la autenticidad social, ello le conduce a buscar también el monopolio en el ejercicio del poder. Todo el entramado de normas y convenciones, equilibrios y contrapesos institucionales edificado por la redundantemente llamada democracia liberal para asegurar el reparto del poder y prevenir sus abusos repugna a su concepción binaria de la política: en el lado de la verdad están él y sus socios, y al otro lado de la trinchera, el ejército de los enemigos del pueblo que trata de impedirle consumar su proyecto de salvación. Entre ellos, muy destacadamente, esos individuos togados que pretenden impartir justicia según la ley sin plegarse a sus compromisos partidarios. El propio ordenamiento jurídico resulta ser un lastre salvo que se transforme en material maleable que pueda moldearse a su antojo.
Esta es una línea de continuidad del Gobierno de Sánchez a lo largo de toda su trayectoria. El maltrato sistemático de la razón jurídica (que da lugar a chapuzas legislativas como la que estos días nos ocupa), la usurpación de las funciones del Parlamento en la elaboración de las leyes, el desprecio a la jerarquía normativa que permitió durante la pandemia alterar en la práctica preceptos constitucionales mediante simples órdenes ministeriales, la utilización veleidosa de piezas tan delicadas como el Código Penal para dar satisfacción a sus aliados políticos; y, como telón de fondo, el intento permanente de controlar el poder judicial o, en su defecto, desactivarlo operativamente, como ha hecho con su órgano de gobierno.
Desde que unció su proyecto político a un conjunto de fuerzas destituyentes, Sánchez asumió que la amenaza más temible para el consorcio neopopulista que encabeza no está al otro lado del hemiciclo, sino al otro lado de la calle: concretamente, en el edificio de Las Salesas donde se aloja el Tribunal Supremo y, para los asuntos más conflictivos, en la sede del Tribunal Constitucional. Su forma de proceder respecto a los órganos de la Justicia me trae siempre a la cabeza la escena memorable de 2001, una odisea en el espacio en que el personaje de David Bowman desconecta pieza por pieza el Hal 9000, que había escapado de su control.
Escuchando en estos días la porción de enormidades proferidas por el rehabilitado portavoz del Grupo Parlamentario Socialista, parece increíble que se trate de la misma persona que fue lendakari del País Vasco gracias al respaldo del PP, denunció mil veces la aberración nacionalista, acudió a decenas de entierros de personas asesinadas por ETA y presidió el Congreso de los Diputados. El que, en ocasión memorable, preguntó a Sánchez si sabía qué es una nación y ahora parece haberlo olvidado él mismo
Al lado de esta mutación regresiva del partido más institucional de la democracia, hasta las patochadas legislativas de Irene Montero parecen cosa de menor cuantía.