La legislatura sufre un fallo multiorgánico. Impotente para aprobar leyes, Pedro Sánchez se mantiene a base de arranques autocráticos, de puertas giratorias y equilibrios imposibles para tratar de mantener en pie el débil andamiaje de sus socios. Sánchez no gobierna. Manda. Y no convocará elecciones por una sencilla razón. No tiene motivos para pensar que las ganaría con la corrupción familiar, enredando la madeja de la gobernabilidad, sin presupuestos generales y con parte del partido, fingiéndose airado por el ‘cupo’ catalán entregado a ERC. Por tanto, resiliencia. Cuando la gobernabilidad es imposible, la supervivencia hace el resto. En esta parálisis de Gobierno fagocitado por sus propias limitaciones, a Sánchez sólo le ha quedado el recurso de su enésima pirueta. La de cronificarse en su búnker privado con un congreso del partido a la búlgara basado en las purgas internas y en un cesarismo por arrobas.
El PP crea relatos, a veces fundamentados y a veces meramente efectistas, pero siempre vinculados al marco mental que establece previamente la izquierda, lo que ofrece una sensación de entreguismo resignado y de contagio abúlico
Es un contexto idóneo la oposición del Partido Popular. Y lo sería más si lograse corregir sus rutinas opositoras con un giro táctico notable y se alejase de esa eterna tentación tan de la derecha de permitir que sea el deterioro de la izquierda quien haga el trabajo. Proactividad en lugar de pasividad. Hacer oposición desde el establecimiento de una agenda propia, sin seguidismo contemplativo y meramente contestatario, por crítico que sea, de una agenda que siempre marca otro, el Gobierno. El PP crea relatos, a veces fundamentados y a veces meramente efectistas, pero siempre vinculados al marco mental que establece previamente la izquierda, lo que ofrece una sensación de entreguismo resignado, de contagio abúlico, de rebufo improvisado.
Esta semana se ha producido un simple ejemplo. Otro más. Una vez convocado por Sánchez el Congreso del PSOE para blindarse, Génova se va visto forzada a desmentir que Alberto Núñez Feijóo fuese a adelantar antes de 2026 el del PP. Un desmentido por cauces formales y oficiales, por cierto. Sánchez marca la pauta para resolver una crisis y el PP sugiere de modo involuntario… otra crisis propia negando que necesite congreso alguno porque el liderazgo de Feijóo está asentado. No pienses en un elefante. Desmentir lo que no existe es sólo un síntoma de debilidad.
Limitarse a desnudar las contradicciones sistémicas y ridículas del sanchismo, por burdas que sean, se ha convertido ya en un ejercicio retórico e inane. Los sanchistas han aprendido a digerirlo todo porque su premisa no es la de cuestionar a un jefe capaz de mentir hasta al oncólogo, sino la de resistir a pie quieto y a costa de sus principios cualquier avance de la derecha. Este ‘no pasarán 2.0’ instaurado por Sánchez es el auténtico hito logrado por el PSOE. No es que el PP haya dejado de denunciar la anomalía de una democracia intervenida en todas y cada una de sus instituciones. Es que si la repetición de mentiras sí renta a Sánchez, la repetición de réplicas monótonas, como de carril, no beneficia al PP. Al menos, lo suficiente.
La cuestión de fondo es conseguir exponer, construir, un relato propio alejado del guion y los rumbos del sanchismo para dimensionar un proyecto de Estado más identificable aún. Si el PP no se afana en edificar una estructura propia, incisiva y claramente identificable por las élites políticas, sociales, económicas, intelectuales o culturales, y si no consigue generar una ilusión basada en un neoconservadurismo de clases medias anclado a la realidad, sin remilgos equilibristas siempre maquillados con esa vitola liberal de la corrección política…; si no reconstruye y representa a la ‘derecha social’ y se contenta únicamente con rehabilitar a la ‘derecha política’ tras haberla rescatado de una profunda crisis, entonces el trabajo será siempre incompleto. Porque no es lo mismo derecha política que derecha social. Se trata de transmitir que Feijóo tiene lo que los norteamericanos llaman “chaqueta presidencial”.
Ahora ya no es cuestión de valentía o de contundencia en la oposición, sino de inteligencia conquistadora de bases sociales que sienten impotencia frente a Sánchez y su presumida indestructibilidad
No es cuestión de más viveza comunicativa, que también. O de más colmillo para dominar a un trilero. Es que no basta con indignarse porque Sánchez esconda siempre la bolita y se le sorprenda en la trampa. La capacidad persuasiva de la derecha no está en preguntar una y otra vez ¿cuánto va a durar este desmoronamiento de la democracia? Que esto no va de agresividad. Establecer criterios sólidos y perfiles propios exige que el PP transmita que dispone de las ideas, las herramientas, la capacidad y la ilusión real por recomponer lo poco que quede en pie del sistema cuando el sanchismo llegue a su fin.
No puede ser tan difícil crear un discurso alternativo que lleve aparejada una presencia pública más ambiciosa, con hambre, sin los encorsetamientos marcados por los clásicos núcleos duros de mesa camilla de los partidos que siempre recelan de todo y de todos. José María Aznar supo hacerlo sacando a González de la ecuación. El PP requiere un proceso de apertura social, menos endogamia y codazos, eludir principios puramente reactivos, olvidar la campana de Paulov cada vez que Sánchez la golpea para que suene. Este PP no es acomplejado, pero lucha en ingenua desventaja usando los códigos tradicionales de la política, esos mismos que Sánchez ha derruido. Es un error. Por eso Gobierno y oposición están en planos diferentes que nunca convergen.
No es cosa de valentía o de contundencia en la oposición, sino de inteligencia conquistadora de bases sociales que perciben impotencia frente a Sánchez y su presumida indestructibilidad. El foco ya no puede estar sólo en Pedro Sánchez -se basta solo en su carencia de escrúpulos y credibilidad-, sino en insuflar esperanza en una ciudadanía desconfiada de todo, aburrida, irreflexiva, carente de estímulos y motivaciones suficientes como para sentirse contagiada emocionalmente por una opción política alternativa capaz de persuadir, de ebullir, de vibrar.
Vox sigue sin ser un asunto resuelto para el PP y viceversa. Un pésimo enfoque por ambas partes que la izquierda rentabiliza a capricho. Vox sobreactúa en su arrojo, con un discurso drástico como apuesta al proceso de desinflamiento que vive desde hace dos años. Y el PP navega entre dos aguas tratando de no soliviantar a una parte de electorado que de momento ni ha confiado en el voto útil ni ha decidido que su prioridad sea erradicar el sanchismo. El PP simula ignorar a Vox.
Pero sin romper huevos, hacer una tortilla es imposible. Sin arriesgar, reduciendo el discurso a lo meramente programático y técnico, o marcando diferencias puramente dogmáticas con sentido táctico, todo sirve de poco si no se pellizca la emocionalidad. O si no se logra seducir sin artificios, sin argumentarios, con espontaneidad y con más naturalidad, a una derecha social con carencias afectivas evidentes y necesitada de reconocerse en un proyecto colectivo. Porque el voto no es solo racional. El voto es emotivo, impulsivo, irracional a veces. Y al PP le sobra masa gris, robotización y automatismos. Le falta motor, velocidad, riesgo, adrenalina. Pierde potencia cuando permanece siempre a la defensiva.
El foco ya no puede estar sólo en Sánchez -se basta solo en su carencia de escrúpulos y credibilidad- sino en insuflar algún tipo de esperanza y un auténtico proyecto de Estado en una parte de la ciudadanía desconfiada de todo
No va de combatir el relato. Va de crear uno nuevo, con códigos exclusivos, capaz de producir empatía social por la vía del contagio. No va de apelar al votante socialista descreído o arrepentido, ni al de Vox renuente o visceral. Va de reconocerse a sí mismo creyendo en sí mismo. Con presencia, con relevos, con banquillo. La lógica política fijada por Génova impone cuidar los equilibrios internos, de modo que ningún barón regional incomode a Feijóo invadiendo sus competencias en la lucha contra Sánchez. Ese temor provoca disfunciones y una percepción errónea. Naturalmente que hay barones con poder. Once. Como nunca antes en el PP. Pero el PP no amortiza lo suficiente esta ‘pax romana’ que a veces chirría (como ahora con la financiación y las estrategias regionales discordantes) porque es simplista sostener que basta una foto de Feijóo rodeado de líderes autonómicos arrobados ante su liderazgo. Eso se da por asumido.
Pero hacerse trampas al solitario es absurdo. ¿A qué engañarse? Entre los once barones, los hay ignotos absolutamente, rehenes de su zona de confort. Tienen un poder relevante y a menudo no lo ejercen. El trabajo es engrasar el instrumental, no ya como una previsible oposición coordinada pero mecánica contra Sánchez, sino como el engranaje creíble de un proyecto de Estado renovado, regenerador de vicios, reconstituyente y motivador para un votante deseoso de recuperar la ilusión perdida. La rutina degenera en agonía y la fe se transforma en triunfo. Al PP le sobra obsesión sanchista y le falta la sonrisa de quien sí cree en sí mismo ahora que Sánchez ha dejado de sonreír.