- Un país que renuncia a su propia bandera en una de sus máximas competiciones deportivas y convierte el deporte en un acto de propaganda política es un país que ha perdido el rumbo.
La reciente Vuelta Ciclista a España nos ha dejado una imagen tan llamativa como incómoda. Ni una sola bandera española ondeando en el recorrido, mientras que las banderas palestinas se multiplicaban a la vista de todos.
Un símbolo deportivo, que debería ser motivo de orgullo nacional y celebración colectiva, ha quedado convertido en un escaparate político unilateral.
Lo sorprendente no es sólo la ausencia de la bandera española, sino lo que ese vacío revela. Un país que no se reconoce a sí mismo. Que calla cuando se trata de afirmar su identidad, pero que permite con naturalidad que causas ajenas (algunas incluso violentamente manipuladas por grupos radicales) ocupen el espacio público.
Los judíos conocemos bien ese vacío. Demasiado bien. A lo largo de la historia, siempre que Europa ha buscado un culpable de sus crisis, un enemigo exterior o interior al que señalar, el dedo acababa apuntando hacia nosotros.
El pueblo judío ha sido utilizado como chivo expiatorio desde tiempos de la Inquisición hasta el nazismo, y hoy lo sigue siendo bajo nuevas máscaras: antisionismo disfrazado de progresismo, odio a Israel presentado como “solidaridad” con Palestina.
Que en la Vuelta Ciclista a España no haya banderas nacionales y en cambio abunden las palestinas no es casualidad. Es el síntoma de un mal mayor.
«El pueblo judío ha sido utilizado como chivo expiatorio desde tiempos de la Inquisición hasta el nazismo, y hoy, bajo nuevas máscaras: odio a Israel presentado como solidaridad con Palestina»
Significa que, en el imaginario de muchos españoles, Israel (y con él, los judíos) se ha convertido en el enemigo abstracto al que culpar de todo lo que va mal en el mundo.
Significa que nuestra sociedad prefiere ondear la bandera de un conflicto lejano antes que reconciliarse con su propia identidad nacional.
España, que durante siglos expulsó y silenció a sus judíos, vuelve a mirar hacia otro lado cuando el antisemitismo se viste de reivindicación política.
Hoy, ni siquiera hace falta quemar sinagogas. Basta con invisibilizar las banderas propias, mientras se enarbolan otras que representan el rechazo frontal a Israel y, por extensión, al pueblo judío.
Con su historia marcada por ocho siglos de dominio islámico, debería reconocer la lección. Cuando el islam político avanza, no lo hace para coexistir, sino para conquistar.
El califato no es un recuerdo medieval. Es un proyecto que se reactualiza con cada victoria simbólica, con cada bandera extranjera que reemplaza a la nacional, con cada silencio cómplice de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado.
No nos engañemos. El problema no es sólo de los judíos. Es de todos los españoles.
Porque un país que renuncia a su propia bandera en una de sus máximas competiciones deportivas, que convierte la fiesta del deporte en un acto de propaganda política, es un país que ha perdido el rumbo. Y un pueblo que necesita siempre un enemigo para explicar su malestar, tarde o temprano se destruye a sí mismo.
Hoy son las banderas palestinas y el silencio ante el antisemitismo. Mañana, ¿quién ocupará ese vacío? ¿Quién será el siguiente chivo expiatorio?
La Vuelta Ciclista debería ser una fiesta de la unidad y del orgullo español. En lugar de eso, ha dejado un regusto amargo. El de una nación que olvida su propia identidad, que sigue proyectando culpas hacia fuera y que, una vez más, repite el error histórico de señalar al judío como enemigo.
Es hora de despertar. España no puede seguir renunciando a sí misma ni a la verdad. Porque sin identidad, sin valores y sin memoria, el futuro siempre será rehén del odio y de la manipulación.
Parafraseando a Edmund Burke, «para que el mal triunfe sólo se necesita que los hombres buenos no hagan nada».
*** Esther Benarroch es miembro de la comunidad judía en Madrid.