Hay variados modos de ser de izquierdas, pero sólo desde la aceptación de la realidad se puede ser progresista. Sólo a partir de un diagnóstico cabal de los problemas y una honesta interpretación de los entornos es posible avanzar. Rafael Jiménez Asensio, en su último ensayo (“Instituciones rotas. Separación de poderes, clientelismo y partidos en España”), desempolva una frase de Simone Weil que parece pronunciada en la actualidad por su clon IA para resumir en menos de diez palabras el principal problema de la política en la España de hoy: “Tomar partido ha sustituido a la obligación de pensar”.
En el año que dejamos atrás hemos comprobado, quizá como en ningún otro, las consecuencias del tremendo error que supuso dejar la selección de liderazgos en manos de las militancias de los partidos. Las primarias han liquidado el debate interno y consagrado el cesarismo; han intensificado las políticas populistas y, a partir de la falsa idea de una mayor democracia, han ofrecido a los elegidos una coartada para hacer de su capa un sayo, a cambio, eso sí, de que sean las bases las beneficiarias principales de un desvergonzado nepotismo.
Paradójicamente, desde que se instauraron las primarias en sus diversas modalidades como obligada metodología selectiva, la distancia que separa política y ciudadanía se ha ensanchado, la crispación es mucho mayor y el debate público, víctima de una grave polarización, ha sufrido un evidente deterioro. Las bases, cada día más radicalizadas, se han convertido en una élite que expulsa a la sociedad civil de las áreas de influencia colindantes con los partidos, y que justifica todo tipo de atropellos a partir de la presunta legitimidad de un voto sesgado en origen.
Sánchez se dice de izquierdas sin saber muy bien porqué; habla de progresismo cuando lo que practica es un populismo peronista y empobrecedor
Como a Weil, puede que el tiempo también acabe dando la razón a Julián Marías, que atribuía a los constituyentes un excesivo celo a la hora de proteger a los partidos frente a otras herramientas políticas. Marías pensaba que la Constitución puso al Estado al servicio de un sistema de partidos en lugar de hacerlo justo al revés. Y sí, quizá sea esa sobreprotección constitucional de los partidos la que explique el permanente intento de unos y otros de intervenir para alterar en su favor los equilibrios que sostienen la separación de poderes. Pero hay una diferencia entre la democracia que estrenó la Transición y esta: entonces los contrapesos funcionaban, la sociedad civil, la alta Administración del Estado, y otros actores que enriquecieron y dieron consistencia a nuestra democracia en las dos últimas décadas del siglo pasado, resistían.
Hoy, no contentos con haber debilitado hasta extremos impensables cimientos básicos del Estado de Derecho, son muchos los políticos que utilizan todos los medios a su alcance no ya para desprestigiar al adversario, que va de soi, sino para acabar con los únicos contrapesos que resisten el asalto, en especial la Justicia. A tal fin, se glorifican los deseos de las bases -que coinciden sistemáticamente con los fijados previamente por sus dirigentes- como superior expresión de la democracia, para así acabar cuestionando la legitimidad de las instituciones, y en concreto la de los tribunales. Lo llaman “democracia del pueblo”, pero es simple populismo.
Sánchez, Meloni y la decadencia
La epidemia afecta a ambos lados de la trinchera. Ernesto Galli della Loggia, editorialista del Corriere della Sera, alertaba del populismo de Giorgia Meloni en un reciente artículo y hacía la siguiente reflexión: “Esta es la diferencia entre una derecha de inspiración conservadora y una derecha expresión de un movimiento nacional-populista. La primera huye del sectarismo de partido, la segunda lo alimenta; la primera vigila no agrietar la unidad del país, la obsesión de la segunda son sus enemigos; la primera está convencida de la crucial importancia de las élites y las instituciones, mientras para la segunda solo cuentan los jefes del partido; la primera, en definitiva, piensa siempre en la nación como condición previa de una unión posible y necesaria y la segunda como el terreno fatal de una confrontación, como el perenne preludio de una potencial guerra civil”.
Les propongo un breve ejercicio: cambien ustedes Giorgia Meloni por Pedro Sánchez y derecha conservadora/derecha nacional-populista por socialdemocracia/izquierda radical-populista y busquen las coincidencias. Sánchez no entiende la política como una constante búsqueda de espacios comunes, sino como un permanente frente de batalla, sin alto el fuego, sin prisioneros; como una serie de ficción en la que lo importante es seguir el guion preestablecido para conservar el poder, aunque este impugne los intereses generales del país. Sánchez se dice de izquierdas sin saber muy bien porqué; habla de progresismo cuando lo que practica es un populismo peronista y empobrecedor.
España necesita otra izquierda, realmente regeneradora, que abomine del clientelismo y recupere el mérito como motor de un ascensor social hoy atascado en el sótano de los partidos
Informe de la desigualdad en España publicado por la Fundación Alternativas (vinculada al PSOE) el 23 de noviembre de 2023: “Los indicadores tradicionales de medida de la desigualdad muestran cómo España se encuentra entre los países de Europa con mayor desigualdad de renta y pobreza (…) Según las proyecciones de la Comisión Europea, España sería uno de los países en los que más aumentó la desigualdad con motivo de la pandemia”. Sigamos: España es, junto a Grecia y Letonia, el tercer país de la Unión Europea con mayor porcentaje de población en riesgo de pobreza y exclusión social (26%), solo por debajo de Rumania (34,4%) y Bulgaria (32,2%). ¿Y qué hay de la renta? Hundida a niveles de 2003. Un precipicio por el que, por si fuera poco, nuestro bienestar se está despeñando gastando como si no hubiera un mañana. ¿De qué progreso hablan?
¿De qué progreso habla un Gobierno que de los 26.000 millones de incremento del gasto social (presupuesto 2023) destina más de veinte mil a pensiones y no llega a mil la partida dedicada a educación, fomento del empleo y ayuda a la vivienda? ¿Qué tiene de progresista que nada de lo que se propone desde el sector público se haga pensando en el bienestar de los jóvenes (cuyo peso electoral es inferior al de pensionistas y funcionarios, va a ser eso), tal como ha apuntado el profesor Conde-Ruiz y han venido a ratificar en un reciente informe la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE)? ¿Es realmente de izquierdas el reparto generalizado (y electoralista) de ayudas que retraen recursos a los sectores más necesitados del país?
Esta ha sido la política practicada por un gobierno que se autoproclama a diario progresista y cuyo proyecto de país no es otro que el de mantenerse en el poder hipotecando el futuro. Un gobierno de muy limitada competencia comandado por un limitado dirigente que se ha instalado en una especie de gamberrismo frentista y que, salvo por la apariencia, más parece el frustrado, infantil y vociferante líder opositor de un país en vías de desarrollo que el primer ministro de un Estado de la Unión Europea.
España necesita a la izquierda, a otra izquierda realmente regeneradora que abomine del clientelismo, recupere el mérito como motor de un ascensor social hoy atascado en el sótano de los partidos y rehabilite para el bien de la democracia el principio sagrado de la separación de poderes. Una izquierda que, como hizo en la Transición, sea actor principal de un nuevo proyecto de país, sólido, realista y común, que deje atrás cuanto antes este período anómalo en el que un puñado de partidos minoritarios imponen condiciones que fomentan, en su exclusivo beneficio, el choque social y la disgregación.
¿Carta a los Reyes Magos? Quizá. Quizá no.