Rubén Amón-El Confidencial
- El proyecto estrella de Belarra legisla con criterio el ámbito doméstico de las mascotas, pero discrimina a los animales en función de la ética o del interés humanos
En España acostumbran a sacrificarse cada año 50 millones de cerdos. Hablamos de animales tan cercanos al hombre que igual los comemos —de la cola a los morros— que los empleamos en trasplantes de órganos.
Podrían haberse beneficiado integralmente de la ley de bienestar animal en reconocimiento de su reputación doméstica —de la gastronomía a la literatura—, pero la categoría a la que pertenecen —producción de carne— subordina cualquier expectativa de tutela en la ley animalista de Belarra.
Viene a cuento la cursiva porque los parámetros que definen la normativa enfatizan la protección a las mascotas —30 millones hay en España— y se desentienden de las demás criaturas de Dios. No ya las salvajes, sino aquellas del dominio humano que forman parte del interés de nuestra especie. Comerse un cerdo. Experimentar con un mamífero en un laboratorio. Utilizar un perro con fines laborales (guardia, caza, pastoreo, actividad policial…). Esterilizar a los gatos. Y exterminar roedores masivamente si existe el peligro de una plaga. O sea, que el maltrato a un hámster o a una mascota similar en el hogar podría conllevar incluso penas de cárcel, mientras que la aniquilación industrial de las ratas —mamíferos inteligentes— está amparada en el bien común y en el escrúpulo sanitario
En efecto, la polémica ley Belarra debería inquietar más a los animalistas que a los agnósticos. Y es verdad que la nueva legislación convierte la mascota en un miembro de la familia. Y que criar un perro exige unas pruebas de capacitación que no se reclaman en la procreación de los niños, pero el movimiento animalista debe sentirse frustrado con las zonas de excepción y con las paradojas. Puede matarse a un lechón sin dar explicaciones. Y a 50 millones. Es legítimo, legal, disparar a una perdiz en un coto manchego… pero está prohibido el tiro del pichón. No por consideración franciscana hacia el ave, sino porque la modalidad deportiva resulta degradante en el contexto de la ética humana. Igual que la zoofilia.
La polémica ley Belarra debería inquietar más a los animalistas que a los agnósticos
Es un matiz interesante, porque la ley ha eludido el disparate que supondría atribuir a los animales derechos. No pueden tenerlos, porque carecen de obligaciones. Y porque tampoco discriminan el bien del mal. O porque no se les puede retratar en el ámbito moral ni en la responsabilidad penal.
Quienes sí tienen obligaciones son los humanos, entre ellos mismos y respecto a los animales. Por eso tiene sentido redactar una ley que facilite la manera de relacionarnos. Y que la incorporación de las mascotas a la célula familiar —en sus defectos y en sus excesos— predisponga una normativa que preserve las criaturas de los abusos y el maltrato. Que establezca una pedagogía preventiva del abandono. Es una buena idea recordar a los ciudadanos que los animales no son juguetes. Penalizar el trajín de especies salvajes. Y es mejor idea aún establecer una jerarquía inequívoca entre humanos y animales respecto a los límites franqueables, de tal manera que los mataderos industriales y los laboratorios científicos están habilitados para ejercer indiscriminadamente la matanza y la tortura fácticas.
Se antoja muy poco animalista la ley animalista (afortunadamente), tanto que a Belarra se le amontonan las hipocresías y las contradicciones en su reglamentarismo e intervencionismo. Las mascotas se convierten en animales sagrados del espacio doméstico, igual que los elefantes, los leones o los papagayos no pueden utilizarse en los circos, pero la normativa aprobada el pasado jueves no exonera del trabajo a los delfines.
Curiosamente, se benefician ellos mismos —los cazadores— del espíritu de la ley en la expectativa del bien mayor
Y no será por falta de inteligencia. Ni porque se los vaya a sindicar, aunque la discusión sobre los perros de caza que ha dividido la coalición sobrentiende el escrúpulo con que Unidas Podemos pretendía velar por las condiciones laborales de los canes. Se les debería excluir de la faena estajanovista, aunque cumplan misiones de rescate. O defiendan una casa. O se utilicen en las monterías. Mal está —mucho— maltratar a un galgo o a un braco, pero es ridículo generalizar la maldad de los cazadores, caricaturizarlos como asesinos, ultraderechistas o retrógrados.
Curiosamente, se benefician ellos mismos —los cazadores— del espíritu de la ley en la expectativa del bien mayor. Porque controlan las poblaciones de animales (no digamos los jabalíes). Porque fijan el medio rural. Y por todas las cualidades ecológicas de la actividad cinegética.
Son los mismos argumentos que protegen la tauromaquia pese al antitaurinismo feroz de Sánchez. La abolición de los toros implica la extinción de la dehesa y la desaparición misma del animal. Y no es que me interesen estos argumentos finalistas para defender la Fiesta, pero el hecho de que el toro bravo no sea una mascota, el beneficio medioambiental y la dimensión estética y cultural de la tauromaquia redundan en un blindaje del que no parecen haberse percatado los amanuenses de Walt Disney.