Rubén Amón-El Confidencial
- La salud mental, el ‘justicierismo’, el derecho a la autodefensa y la psicosis de una sociedad militarizada definen un problema que se arraiga en la sensibilidad de la sociedad al fetiche del rifle
Decía el maestro François Truffaut que el cine americano convertía un homicidio en un orgasmo y un orgasmo en un homicidio. Se refería a la permisividad sociológica hacia la violencia explícita. Y del puritanismo que transforma el sexo en una singular amenaza social. Tiene sentido evocar al cineasta francés en el contexto de la matanza de Texas y en la frustración cíclica de un debate cuyo voluntarismo resulta estéril porque convoca enormes transformaciones estructurales.
Una de ellas tiene que ver con la desatención de las enfermedades mentales. Y con la precariedad de la seguridad social respecto al diagnóstico y tratamiento de las patologías psiquiátricas. Ocurre que la principal referencia estadística letal de las armas domésticas no consiste en las matanzas escolares ni los accidentes, sino en los suicidios.
Quiere decirse que el arma de fuego es una amenaza para quien la compra. Y para los más allegados, no ya cuando se disparan involuntariamente entre amiguetes y menores de edad, sino cuando se emplean para ejecutar a la propia esposa en la escenografía de los crímenes pasionales. Es la perspectiva alarmante que relativiza cualquier solución ingenua respecto a un cambio de paradigma social y cultural. Las armas representan una tradición y una idiosincrasia. Porque sustancian el derecho a la autodefensa en los anacronismos de la Segunda Enmienda.
Porque delimitan con un reguero de pólvora la propiedad privada y la legítima defensa. Y porque la ausencia del Estado en un barrio urbano inaccesible o en un municipio remoto del interior predispone la propia interpretación de la justicia. No tiene justificación el crimen múltiple de Salvador Ramos. Ni puede atribuirse siquiera al despecho del ‘bullying’ ni a su pasado de estudiante deprimido. El mal existe sin necesidad de buscar coartadas sociales. Y el acceso a un rifle con 18 años no implica utilizarlo en una masacre.
“El mundo me hizo así” es un argumento insuficiente y desesperante, aunque la responsabilidad en que incurrió este salvaje no contradice los peligros de una sociedad ‘militarizada’ que se resiente de un sistema sanitario deficiente y que se atribuye en tantas ocasiones la interpretación de la justicia. El ‘justicierismo’ es un vector cultural que puede documentarse en el cine y la literatura. Forma parte de una expresión amparada en las facultades del individuo y en la precariedad de la estructura estatal. Que se aprecia en las carreteras y en la sanidad pública. Y que degrada la reputación de una democracia expuesta a crisis de angustia como la matanza de Texas.
Ha vuelto a reproducirse y manifestarse estos días el debate vacuo del control de armas. Impresiona conocer que la población civil dispone de 390 millones de pistolas. Y sorprende más aún que sea la sociedad misma —y no solo la Asociación del Rifle— la que tolera el régimen cultural, entre el fetichismo, el individualismo y la disquisición ideológica. Los votantes republicanos se identifican en la permisividad mucho más que los demócratas, pero semejante polarización no compromete la vigencia de la Segunda Enmienda ni la sensibilidad hacia la paradoja que supone sentirse mucho más seguro con el tótem de un Magnum debajo de la almohada.
Es inútil concederse a la fantasía de la prohibición. Las normas represivas fomentan la compra aprensiva y favorecen la clandestinidad. Se vendieron más armas en tiempos de Obama que en los de Trump porque se temía que el líder demócrata intentara retirarlas del mercado o restringirlas. La mejor solución posible acaso consista en una regulación más estricta. No solo para retirar de las estanterías el armamento militar pesado que se utiliza en la guerra de Ucrania, sino para cualificar a los ciudadanos armados con criterios psicotécnicos, pericias psicológicas y evaluaciones regulares, más o menos como ocurre con los criterios para manejarse con un coche.
Es una aberrante frivolidad adquirir un arma automática en un supermercado. Y urge inculcar una pedagogía que no consiste tanto en dejar al sujeto en situación de indefensión como en demostrarle que el arma es una amenaza para sí mismo y un peligro para sus allegados.
Más sexo, menos tiroteos. Podría haberlo dicho Truffaut, desmintiendo un pasaje de ‘La Marsellesa’ que parece concebido para el himno de Estados Unidos: “¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! Marchemos, marchemos, que una sangre impura empape nuestros surcos”.