Francesc de Carreras-El Confidencial
- El proyecto de decreto es una ocasión de oro para que este debate explote: por un lado, es una muestra del desprecio al conocimiento, y por otro, una vulneración de la neutralidad y el pluralismo de los profesores y de los centros educativos
En estos días tórridos de agosto, cuando los medios van escasos de noticias de impacto, a excepción del ‘todo sobre Messi‘, ha trascendido un proyecto de decreto en desarrollo de la ley Celaá sobre el currículo que deberán cursar los niños de seis a 12 años, justo antes de comenzar el ciclo de Secundaria.
Bienvenido sea: así podemos hablar de la situación de la enseñanza y la educación, una materia mucho más trascendente en general que el comentario de las rituales intervenciones parlamentarias de Sánchez y Casado. Ayer, con su brillantez habitual, trataba el tema en su blog Ignacio Varela. Solo añadiremos algunos matices a su pieza, para nada discrepantes del sentido de la misma.
Como ya subrayaba Varela, la pedantería vacía de la jerga empleada en el proyecto de decreto, muy abundante en el gremio de los psicopedagogos que asesoran a las autoridades educativas, es lo primero que salta a la vista. Solo recordar el ácido prólogo del escritor Antonio Muñoz Molina al libro muy recomendable del profesor Alberto Royo ‘Contra la nueva educación‘.
Decía así Muñoz Molina: «Imaginemos que nuestro sistema de salud hubiera caído en manos de brujos, gurús, homeópatas, sanadores, astrólogos y estafadores. (…) La catástrofe habría sido tan inmediata y tan devastadora, y el clamor público tan escandaloso, que se habrían tomado medidas correctoras inmediatas. (…) Ha ocurrido algo semejante en la educación española, pero el escándalo sigue sin estallar. (…) Y lo que es más asombroso, los mismos pseudoexpertos, charlatanes, brujos, gurús, sanadores, astrólogos, etcétera, que han desbaratado nuestro sistema educativo (…) siguen impartiendo sus doctrinas, elaborando sus programas, inspirando planes educativos cada vez menos duraderos y más dañinos por su ineficacia. (…) Y lo más desolador es que esa calamidad, que de vez en cuando hace su aparición en las primeras páginas de los diarios, no suscita ningún debate verdadero».
Pues bien, ahora tenemos la oportunidad de que este debate explote, el proyecto de decreto es una ocasión de oro: por un lado, es una muestra del desprecio al conocimiento, y por otro, una vulneración de la neutralidad y el pluralismo de los profesores y de los centros educativos.
En los años cincuenta, tras cursar el curso de preparatoria, a los 10 años debías efectuar el examen de ingreso en el Bachillerato. Este examen, si no recuerdo mal, consistía en dos pruebas muy elementales, pero claras: un dictado en el que suspendías con más de tres faltas de ortografía (incluidos los acentos) y operaciones aritméticas que precisaban utilizar las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. En los dos cursos anteriores, los de preparatoria e ingreso, además de gramática y aritmética, habías estudiado ya un poco de todo de manera muy elemental: historia, geografía, ciencias naturales, desde luego religión y quizás alguna más. ¿Qué hacías si no en el colegio mañana y tarde, además de las horas de recreo?
Hace poco, le pregunté a un niño de 11 años si tenía unas mínimas nociones de geografía. No tenía ni idea. Por ejemplo, a la pregunta de «¿París es la capital de Estados Unidos?», no sabía qué responder. Si le preguntabas si Europa estaba en China, tampoco. Y así todo. Era una tarde de domingo y, al despedirnos, su madre le dijo: «Bueno, ahora vamos a ver si hacemos algo de deberes». Él respondió muy serio y de manera firme: «No, ahora quiero estudiar geografía«. Al cabo de un par de horas, me enviaba por SMS unos mapas de la geografía mundial y española. El chaval quería aprender, pero en el colegio no le enseñaban nada. ¡Cuánto daño se está haciendo a estos niños en nombre de las modas pedagógicas!
Pero el proyecto de decreto no se preocupa de nimiedades como la geografía. Habla de cosas más importantes utilizando términos como destreza emocional, motivación, creatividad, resiliencia, actividad proactiva, crecimiento personal, habilidades socioambientales, educación integral… Y lo que debe enseñarse son nociones tan básicas y, sobre todo, para las que ya están bien preparados los niños como ciudadanía global, prevención de la violencia, sostenibilidad interétnica e intercultural, autonomía moral, ética ambiental, identidades étnico-culturales y de género, reconocer discursos de odio, estereotipos y discriminaciones, identificar casos de racismo y sexismo, familiarizarse con la diversidad lingüística. Todo ello, naturalmente, desde una perspectiva de género… ¡hasta en las matemáticas!
Finalmente, propone «dotar a los alumnos de herramientas que les faciliten el empoderamiento como agentes de cambio ecosocial desde una perspectiva emprendedora». Los niños como agentes de cambio, ¿alguien les ha preguntado?, ¿a sus padres tampoco? Pobres críos, vaya empanada mental con que entrarán en Secundaria. Porque, entre otras cuestiones, han desaparecido del temario —aunque pueden añadirlo las comunidades autónomas— la regla de tres, los números romanos, el mínimo común denominador, los prefijos y los sufijos, las conjugaciones de verbos, los diptongos, el dictado…
Todos estos disparates, que ofenden el sentido común y, en todo caso es lo más grave, rebajan el nivel de exigencia de conocimientos, tienen un trasfondo social al que, de acuerdo con Alberto Royo en el libro antes citado, hay que prestarle atención: «El igualitarismo en la mediocridad, el desprecio del conocimiento, la desconsideración hacia el esfuerzo y la aversión al mérito». Y añade este autor que este es el espíritu de nuestro tiempo, el clima intelectual dominante: «Buenista, antiilustrado, facilista, populista, bobalicón y, en el fondo, profundamente reaccionario».
Para poner un ejemplo: ¿por qué los niños no saben geografía? Porque no les enseñan geografía. Así de simples son los principales problemas de la educación.