Cristian Campos-El Español
  • Trasladar a Barcelona esas instituciones públicas que hoy están en Madrid sería el regalo más envenenado que los madrileños podríamos hacerle al nacionalismo catalán.

El clímax de El Caballero Oscuro: la leyenda renace (Christopher Nolan, 2012) es la escena en la que Bruce Wayne/Batman es encerrado por su enemigo Bane en una prisión subterránea llamada el Pozo.

El Pozo es un limbo metafórico del que los prisioneros intentan escapar escalando sus paredes con la ayuda de una cuerda que les protege de la caída.

Nadie lo ha conseguido jamás, salvo un niño, hace décadas.

El pozo simboliza la muerte del héroe y su fracaso existencial. Fracaso físico (Wayne es arrojado al Pozo con la espalda rota), emocional (ha perdido el control de Gotham, la ciudad que ha jurado proteger) y espiritual (Wayne ha renunciado mentalmente a ser Batman).

Wayne/Batman intenta huir del Pozo escalando la pared, pero falla una y otra vez en un círculo vicioso similar al de Sísifo, cuyo esfuerzo está condenado al fracaso durante el resto de la eternidad.

Un día, después de otro intento fallido, uno de los prisioneros le da a Wayne la clave para escapar del Pozo. Debe prescindir de la cuerda, “como hizo el niño”.

«Crees que no tener miedo a la muerte te hace fuerte, pero te hace débil» le dice el prisionero. «¿Cómo quieres lograr lo imposible sin el mayor impulso del espíritu?».

La cuerda es un símbolo de falsa protección. Es seguridad, pero también esclavitud. Permite repetir una y otra vez el intento de escapar, pero garantiza el fracaso porque diluye el compromiso absoluto que sólo proporciona el miedo. Parece una medida de protección, pero es una cadena. Es el Estado del bienestar que fomenta la dejadez y el parasitismo al eliminar el incentivo para el esfuerzo máximo.

La paradoja es que Bane es, en la película, el símbolo de la justicia social del populismo de extrema izquierda. Y Batman, el privilegiado heredero de una inmensa fortuna.

Bane, que resulta ser el niño que logró escapar del pozo, lo hizo tras renunciar a la seguridad de la cuerda, a pesar de sus humildes orígenes. Es decir, tras renunciar a su destino de lumpen mantenido en el subdesarrollo por una falsa promesa de seguridad.

Wayne, por su parte, no logra escapar del pozo porque le resulta imposible renunciar psicológicamente a esa seguridad que lleva grabada en el ADN como consecuencia de ser el afortunado propietario de ese colchón para cualquier caída que es un patrimonio inagotable.

Wayne renuncia entonces a la cuerda, a las ilusiones de control, rompiendo el patrón vicioso de falsa seguridad que le proporciona esta. Y logra salir del pozo, renacido.

Cataluña fue durante el franquismo el motor de la economía española. Entre otras razones porque no tenía funcionarios, que estaban todos en Madrid.

Con la llegada de la democracia, Cataluña generó una administración regional propia, similar a la madrileña, que se llenó de funcionarios. De funcionarios ineficientes, caros, improductivos y más preocupados por los procedimientos que por los resultados.

La construcción de un Estado paralelo y la disponibilidad de un enorme presupuesto público cuya principal función no era la multiplicación de la riqueza, sino la consolidación de un régimen clientelar, provocó que aquellos catalanes que en los años 60 o 70 habrían prosperado en el sector privado ingresaran en la administración, donde los beneficios eran más rápidos y seguros si uno aceptaba convertirse en el tipo de burócrata ideologizado que el nacionalismo catalán exigía.

Cuando los catalanes decían, en los años setenta, que Madrid era “un pueblo grande”, tenían razón. En aquella época, el dinamismo empresarial y cultural estaba en Barcelona, y Madrid languidecía aplastada por una burocracia kafkiana. Barcelona estaba viva y Madrid estaba muerta.

Eso empieza a cambiar en los ochenta. La Movida, un movimiento cultural liderado por niños bien de la alta burguesía madrileña, es irrelevante a nivel económico, pero un buen símbolo del renacimiento de Madrid. Cataluña, mientras tanto, empieza su viaje hacia el rock català, con el feísmo por bandera, imitando fórmulas caducas del rock americano de los años setenta. Otro símbolo.

Ahora, el pueblo es Barcelona. Madrid sigue teniendo funcionarios, pero ya no definen su espíritu.

En Cataluña, en cambio, prosperar al margen de la administración regional se ha convertido en misión prácticamente imposible.

El hecho de que Cataluña sea una comunidad sociológicamente nacionalista ha hecho el resto. El nacionalismo no ha trabajado jamás con criterios empresariales, de eficiencia y eficacia, sino ideológicos: su principal objetivo no ha sido la creación de riqueza (salvo la destinada a corrupción y redes clientelares), sino la redistribución y demás fantasías homeopáticas igualitaristas.

Salvador Illa no podrá cambiar esto. Está incrustado en el ADN de sus ciudadanos. Cataluña está hoy confinada en el Pozo.

En este sentido, la teoría que atribuye la prosperidad madrileña a la capitalidad no sólo es absurda por motivos evidentes (Madrid lleva siendo la capital de España desde 1561 pero sólo ha sobrepasado a Cataluña como motor económico nacional cuando ha contado con gobiernos liberales a la contra de la tendencia histórica española al estatalismo), sino también por los menos evidentes.

Y entre esos motivos menos evidentes, el de que es precisamente el hecho de que Madrid sea la sede de un gran número de instituciones públicas lo que frena que la capital se despegue (todavía) más de una Cataluña que no sabe que su peor cáncer no es el nacionalismo, sino su voluntad de Estado. Si en Madrid no hubiera opción de trabajar para el Estado, su economía sería mucho más dinámica de lo que ya lo es.

Madrid, en definitiva, no es en la actualidad más rica, emprendedora, culta y excitante que Barcelona porque sea el centro del Estado, sino porque odia al Estado, que identifica con Pedro Sánchez. Pedro Sánchez garantiza desde 2018 que el madrileño esté en la frecuencia correcta para la creación de riqueza.

Encasquetarle a Barcelona esas instituciones públicas que hoy están en Madrid sería, así, el regalo más envenenado que los madrileños podríamos hacerle al nacionalismo catalán, de la misma forma que no habría mayor condena (y de mayor refinamiento malévolo) para un socialista que obligarlo a vivir en el país que desea.

Por supuesto, Cataluña nunca ha sido sociológicamente liberal. Esa clase media burguesa que tradicionalmente se ha considerado como el producto más depurado del amor catalán por el emprendimiento jamás ha sido espiritualmente capitalista, sino profundamente proteccionista.

Como en el caso del PNV, la burguesía catalana (y esto lo explica también Jesús Fernández-Villaverde) nunca ha sido pro empresa, sino pro empresarios, que es algo muy diferente. Y los empresarios no quieren libertad de empresa: quieren intervencionismo que proteja a sus empresas y perjudique a sus competidores.

Y ahí están sus amargas quejas por ese presunto dumping fiscal madrileño que no sólo no existe, sino que ojalá fuera real, porque de él nos beneficiaríamos primero los madrileños, y luego el resto de los españoles. Incluidos los catalanes.

Véase el caso de Irlanda.

O el de los Estados Unidos y la inmigración. ¿Por qué la inmigración que llegó a los Estados Unidos a finales del siglo XIX y principios del XX construyó un imperio, y la que llegó a partir de los años 80 lo está consumiendo? Porque en 1900 no había Estado del bienestar y hoy sí lo hay. El Estado del bienestar es un lento asesino del impulso emprendedor que cualquier sociedad necesita para perpetuarse en el tiempo.

¿Queremos acabar con el problema catalán? Que se le conceda al nacionalismo todo lo que pide. Incluido un Estado propio (el Pozo) y su propio Estado del bienestar (la cuerda).

El resto lo hará él solo.