Antonio R. Naranjo-El Debate
  • Los partidos tienen que hacer lo mejor para ganar y ser juzgados luego por lo que hacen tras vencer

El PP va a darle todo el poder aparente a Alberto Núñez Feijóo, aunque los barones regionales siempre pesan lo suyo cuando se dan dos condiciones, en cualquier partido: que el jefe esté en la oposición y que ellos ostenten el Gobierno en sus comunidades, con sus correspondientes presupuestos.

En esos casos, en los que se encuentra el presidente del PP y también Ayuso, Moreno Bonilla o López Miras (Mazón queda excluido por razones obvias) su influencia supera la estrictamente orgánica, es propia y, si hay inteligencia de por medio, se pone al servicio de una causa sin necesidad de encabezarla: es una cesión temporal que se convierte en definitiva si el Feijóo de turno alcanza la Moncloa y efímera si no lo logra y a uno de ellos le toca dar el paso.

No tendría sentido, pues, designar a un general para la batalla y luego discutirle el mando en todos los ejércitos, de ahí que todos los rumores soterrados de que en el Congreso del PP iba a haber discusión han quedado enterrados por el consenso utilitario: otra cosa no hubiera sido razonable y hubiese equivalido a regalarle un flotador a Pedro Sánchez mientras se ahogaba en el chapapote de la corrupción y la bilis intrínseca al personaje.

Los Congresos de los partidos son, ante todo, una ceremonia de canonización de un líder y una herramienta estrictamente electoral, en los que los debates no son importantes y solo tienen relevancia los enfrentamientos, cuando los hay: los de Soraya y Cospedal con Casado colándose mientras sus rivales luchaban en el barro; o los de Sánchez, en ese escenario previo que llaman Primarias y son una excusa para el ajuste de cuentas y las componendas, con el Eduardo Madina o la Susana Díaz de turno, saldados con su victoria entre sospechas de pucherazo hoy más que fundadas.

A partir de esa premisa, no hay que tomarse demasiado en serio los mensajes hegemónicos, como si fueran una traslación literal del credo del partido: cuando Feijóo apela al centro y dice que ni izquierdas y derechas o cuando Sánchez se presentaba como un trasunto de Willy Brandt y se disfrazaba de socialdemócrata nórdico; no están presentando una hoja de ruta definida e innegociable; sino expresando el lema que consideran más rentable en términos electorales.

Aunque ello enoje a una parte de sus seguidores, especialmente en el caso del PP, donde una amplia parroquia se pregunta en voz alta si de repente el partido se ha convertido en Ciudadanos o por qué se renuncia a enarbolar banderas cedidas a Vox.

Todo es mera táctica, y suele ser la razonable: de igual modo que Sánchez ha jugado siempre la baza pública de ser la reencarnación de la socialdemocracia para luego ejercer de populista de extrema izquierda, un perfil con el que jamás hubiera ganado ni un puesto de juez de paz en una pedanía; a Feijóo le toca jugar la carta moderada para seducir al votante templado tradicional del PP, al conservador del PSOE desbordado por las alianzas de Sánchez y su corrupción endémica e incluso al más práctico de Vox, ese que antepone el desalojo de los socialistas a cualquier otro objetivo y termina votando a quien tiene más opciones de lograrlo.

Las elecciones se ganan o se pierden, y en España además se tiene que poder gobernar a continuación. Y el partido que no entiende eso, no activa sus radares para detectar la mejor manera de lograrlo, o quizá la única, y se enreda en debates semánticos o conceptuales sobre sus esencias y propuestas, suele perder el tren y facilita la victoria de su rival.

Quizá sea una lástima, pues cercena la necesidad de liderar moral e intelectualmente a una sociedad tratándola de adulta, pero es lo que hay. A Feijóo, pues, no hay que juzgarle por lo que diga para ganar, que está más que justificado con ese contrincante capaz de vender a su madre y mentirle al demonio, sino por lo que haga una vez gane, con la misma decisión con que ahora esquiva la etiqueta de «derechona», tan fatua como útil para que el populista que ha asaltado el poder se perpetúe en el cargo.