- El presidente ha anunciado en público que la democracia ya no es válida, pero aquí no pasa nada
Todos los datos fríos desmontan la propaganda de Sánchez, que llama social a un Gobierno empobrecedor en cada ámbito que se mire, como si la invocación de esa inspiración fuera suficiente para obrar el milagro.
La realidad es que España es un país hundido, con una crisis económica, otra de identidad y una más de convivencia en el que solo una parte, la que sobrevive sin esfuerzos gracias a la asistencia sufragada por quienes trabajan y pagan como nunca, puede suscribir el espejismo sanchista por razones de interés alimentario obvias.
Engordar esa porción, para que sea más numerosa que la otra, es el único proyecto del sanchismo, que es a la política lo que la cuenta de la vieja a las matemáticas: se trata de que los suyos sumen más, procurando que la otra parte, maltratada e insultada, sea minoritaria, pero no lo suficiente como para no poder mantener el formidable chiringuito que es España.
Es una vieja teoría actualizada, no muy distinta a la peronista de Argentina, la chavista de Venezuela o hasta la soviética de Stalin, endulzada y rebajada por el salto de época y el espacio geográfico, que obligan a cuidar las formas un poco, aunque cada vez menos.
Sólo en una República bananera un tipo cuyo hermano no paga impuestos en España de sus rentas, obtenidas tras ser colocado a dedo en una Administración, se permite, sin ruborizarse, imponer más presión fiscal a todo Dios y decir que lo hace para que haya menos Lamborghini y más autobuses: está a un tris de sostener que el obsceno tráfico de influencias perpetrado por él y su mujer desde la Universidad Complutense mejora la educación pública «de todos y de todas».
Sánchez ha llegado a ese punto en el que Calígula nombró cónsul a su caballo Incitato, y como a Largo Caballero en su día, la democracia le parece un asunto menor al lado de sus elevados planes: se puede aceptar si no los entorpece, pero si se convierte en un obstáculo, empieza a sobrar.
Lo dijo en el Palmar de Troya que son los Comités Federales del PSOE, una reunión de paniaguados dispuestos a tragarse los anuncios del profeta si con ello mantienen su andorga caliente sin desgaste físico e intelectual alguno, que trabajar es de pobres.
«Vamos a gobernar con o sin apoyo del Poder Legislativo», soltó entre aplausos ovinos del Coro Rociero habitual, apenas roto por valientes tardíos como Page y Lambán, tan decentes como estériles.
Un político que no ganó las Elecciones, tiene siempre el menor número de diputados propios de la historia de la democracia, asalta, maniata y veja al Poder Judicial, sitúa a sicarios en todas las instituciones y ahora desprecia al Congreso y el Senado es, sin duda, un autócrata manifiesto, convencido de que la altura de sus objetivos justifica el sacrificio de los límites donde un Estado de Derecho auténtico se desenvuelve.
A Hemingway le cargaban, sea cierta o no, la máxima vital de que había que hacer en cada momento lo que reclamaban las circunstancias: «Si hay que beber, se bebe. Si hay que pelear, se pelea». Puede ser una anécdota apócrifa, perfectamente verosímil en el personaje, pero es además un impagable consejo para tratar a peligros públicos como Sánchez, un Maduro pasado por el sastre y los tratamientos estéticos más occidentales.
Sánchez no gana porque sea el mejor ni el más fuerte, sino porque es el único que pelea. Y mientras no se entienda que a un duelo se presenta uno con mejor puntería y más armas, seguirá ganando.
El líder socialista debía estar cercado por acciones parlamentarias, judiciales, públicas, callejeras y mediáticas por sus políticas, sus decisiones, sus concesiones y su familia, sin darle un segundo de respiro, pero está pontificando a diario sobre cómo exterminar la democracia y luego se coge el Falcon. Y no para huir a un país sin convenio de extradición, sino para marcharse con Begoña de vacaciones.