Ayer empezaron las obras de mantenimiento del gasoducto Nord Stream I. Es una noticia que en otras circunstancias, y en anteriores ocasiones, no hubiese pasado de un suelto escondido en alguna página irrelevante de algún periódico económico. Esas operaciones se hacen con asiduidad para mantener los sistemas en perfecto estado y adelantarse a las eventuales averías que podrían poner en peligro el suministro. Las obras de energía, todas ellas, son costosas y comportan cierto riesgo, de ahí que su estado técnico deba de ser impecable y sus operaciones deben de estar aseguradas. Pero este año es diferente. ¿Por qué razón? Pues porque hay serías dudas de que los trabajos se realicen en los diez días previstos. ¿Se van a aplicar más los rusos para garantizar mejor el suministro del invierno? No creo, más bien los países que reciben el gas a través de él creen que este parón técnico pueda convertirse en un arma de presión, en un aviso de lo que puede suceder este invierno si las caprichosas autoridades rusas deciden cortar de verdad y de manera permanente el suministro de gas a Europa. Si lo quieren hacer, ¿por qué no lo han hecho ya? Pues esa es una pregunta difícil de contestar. Está claro que Rusia necesita el dinero que le entregamos como pago de su energía para mantener el esfuerzo bélico. También le resulta imprescindible para sostener el bienestar de su población, pero esa es una preocupación menor. Un país sin opinión pública ni libertad de prensa es muy cómodo de gestionar para un tirano. Pero es igual de evidente que lo hará en cuanto haya encontrado una alternativa que le proporcione un nivel de ingresos similar, ya sea en China, India, Turquía o algunos de las decenas de países que no han suscrito, ni aplican, las sanciones que Europa ha impuesto al zar ruso.
La verdad es que asusta ver lo asustados que están los líderes europeos ante el, cada día más verosímil, corte del suministro del gas. Una eventualidad que muchos comparan con el apocalipsis, aunque no será para tanto. No lo será, pero deberíamos hacer dos cosas que no hacemos. Una, prepararnos para un seguro encarecimiento o, por lo menos, para un seguro mantenimiento de los precios en estos niveles elevados. Y dos, deberíamos ir tomando medidas como hacen ya otros muchos países para digerir los sacrificios poco a poco. ¿Cuáles? Pues ser más agresivos en el fomento del transporte público o incluso en el castigo del privado. Reducir la iluminación pública en calles y edificios. Imponer rebajas en los termostatos públicos y privados durante el invierno y aumentos en el verano. Concienciar a la sociedad de que es beneficioso usar un jersey y pasar menos tiempo en la ducha. Subvencionar las inversiones en mejora de la eficiencia energética en las fábricas y en las viviendas, e impulsar las tecnologías que habilitan la transformación energética. Luego ya, si quedan ganas, podríamos revisar las ideas que hemos desarrollado a lo largo de estos últimos años respecto a la explotación del gas y la vida útil de las centrales nucleares.