Juan Carlos Ibarra-Vozpópuli
- Expulsar no significa más que privar a quien se expulsa de su condición de afiliado, pero no de su condición de socialista
En el año 1921 el Partido Socialista Obrero Español celebró su tercer Congreso extraordinario. Fue extraordinario porque se trataba de decidir si la organización fundada por Pablo Iglesias, 42 años antes, se incorporaba o no a la Tercera Internacional Comunista creada tras el triunfo de la Revolución de 1917 en Rusia. En ese Congreso se discutieron y enfrentaron dos posiciones: los partidarios de abandonar la Internacional socialista y entroncarse en la comunista, posición defendida por Daniel Anguiano que había viajado el año antes a Moscú para que, junto a Fernando de los Ríos, hablaran con Lenin sobre las condiciones de integración en la Internacional Comunista. Fue Fernando de los Ríos quien defendió la posición contraria después de que en su entrevista con el máximo dirigente del Partido Comunista de la recién creada Unión Soviética le preguntara “ ¿Y la libertad para cuándo?” A lo que Lenin contestó: “¿Libertad?” “¿Libertad para qué?” “Libertad para ser libres”, replicó el dirigente socialista.
El Congreso del PSOE aprobó por mayoría no incorporarse a una organización que exigía de los partidos disciplina y obediencia ciega a las tesis del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética)*. De lo contrario, serían expulsados. “Mi partido no será expulsado” dijo Pablo Iglesias. “Mi partido se expulsa solo de donde no piensa entrar”. “Mi partido es socialista, democrático, anticomunista y desobediente” dejó saber el fundador. Estaban representados algo más de quince mil afiliados. Se marcharon seis mil y junto con las Juventudes Socialistas fundaron el actual Partido Comunista de España. Ese PSOE, que era un partido pequeño, se hizo aún más pequeño. Lo que perdió en militancia lo ganó en dignidad, en libertad y en democracia.
El peso orgánico o político de esos dirigentes antifranquistas y socialdemócratas brilla por su ausencia. Y como no pesan casi nada, puede resultar sencillo expulsarlos o arrinconarlos
Tiene sentido recordar la historia para que se sepa de qué madera está hecho el PSOE. Joaquín Leguina siempre ha sido un verso suelto en el seno del partido socialista. Forma parte de ese grupo minoritario y cualificado de afiliados existentes en el PSOE, que no buscan nada, pero que ponen en cuestión la derivada seguida por la actual dirección que se aleja, por mor de los pactos, de la socialdemocracia que ellos construyeron. Emplearon los mejores años de sus vidas en contribuir a que fuera un éxito la transición de la dictadura a la democracia. Supieron gobernar desde 1979 en Ayuntamientos, Diputaciones y Gobiernos preautonómicos. Y desde 1982 hasta 1996 asumieron la dirección de España. El peso orgánico o político de esos dirigentes antifranquistas y socialdemócratas brilla por su ausencia. Y como no pesan casi nada, puede resultar sencillo expulsarlos o arrinconarlos, aunque ello arrastre a otros que, bien por solidaridad o por sentirse ninguneados, decidan abandonar la organización en la que fueron felices uniéndose a otros para buscar lo mejor para los españoles.
No sé los pecados que hayan podido cometer Nicolás Redondo Terreros y Joaquín Leguina. La lealtad hacia el PSOE no implica lealtad ciega a las personas que, circunstancialmente, dirigen la organización socialista en cada momento. Si la lealtad fuera unida indisolublemente a las personas que dirigen el partido, muchos de esos veteranos socialistas deberían permanecer leales a Felipe González que, junto con ellos, transformó el viejo PSOE en la organización socialdemócrata que condujo a España hacia la modernidad y la igualdad jamás conocida hasta entonces en su historia. Expulsar no significa más que privar a quien se expulsa de su condición de afiliado, pero no de su condición de socialista. Ese carácter no la concede el carnet electrónico sino la decisión de trabajar por una sociedad que use correctamente la palabra libertad y la una con las que definen la igualdad y la solidaridad.
Una derrota del socialismo en Andalucía significaría el principio del fin de la mejor herramienta con la que cuenta la izquierda transformadora española. No se debe jugar con fuego
Deduzco de lo dicho que si alguien se ve obligado a salir de las filas del PSOE, por una expulsión, puede caer en la tentación o bien de arrimarse a otro partido o bien de crear, junto con otros, una nueva organización socialdemócrata que divida el voto socialista y debilite las opciones electorales del partido más antiguo y moderno de España.
Ya pasó Madrid. No conviene hurgar en las heridas que se han abierto después de la derrota sin paliativos que ha sufrido el PSOE. Conviene ahora no ahondar en más divisiones y en expulsiones. El siguiente escalón que debe subir el PSOE es el andaluz. Ese es mucho más pesado que el madrileño. Ahí se juega el PSOE todo su crédito. Una derrota del socialismo en Andalucía significaría el principio del fin de la mejor herramienta con la que cuenta la izquierda transformadora española. No se debe jugar con fuego. El conocimiento de la suerte que corre la socialdemocracia en Europa debe hacer reflexionar al socialismo andaluz para encontrar una solución que ahuyente el fantasma de la división y de la lucha fratricida que huele a pólvora desde la distancia. Solo quienes mantienen la auctoritas podrían evitar el choque de trenes en Andalucía y conseguir un armisticio que permita al PSOE recuperar su electorado tradicional y, desde ahí, remontar en el resto de España. ¿Por qué no recurrir a ellos?