Nada ha hecho dudar más de la sinceridad de la carta escrita por el presidente que la movilización masiva que su partido ha organizado hoy frente a Ferraz.
Movilización que se suma a las reacciones, entre lo sensiblero y lo apocalíptico, de los periodistas del entorno monclovita, de sus socios parlamentarios de Podemos y de Sumar, y de al menos una parte del mundo de la cultura.
Patxi López, portavoz del PSOE en el Congreso, ha acusado al PP de «burlarse de algo que mueve millones de corazones, que es el amor».
Silvia Intxaurrondo, presentadora de La 1, ha calificado de «trolas» las informaciones referentes a Begoña Gómez publicadas por medios privados de contrastada profesionalidad. Lo ha hecho antes de arremeter contra el PP retrocediendo hasta los atentados del 11M para justificar que Sánchez se niegue a dar explicaciones sobre nada.
Pedro Almodóvar ha afirmado que «lloró» de impotencia al leer la carta de Pedro Sánchez por la magnitud de la injusticia cometida contra él.
Sumar y Podemos han llamado a «meter mano» en el Poder Judicial y en los medios de comunicación que informan sobre los casos de corrupción de la izquierda.
Si la voluntad de reflexión expresada en la carta fuera real, el presidente ya debería haber desautorizado a su partido y a su entorno mediático y político antes de que se anunciara la convocatoria de una manifestación que se pretende multitudinaria y que no tiene más objeto que el de hacer una demostración masiva de devoción personalista.
Un tipo de ceremonia de culto al líder que en la España de la democracia había quedado, por suerte, felizmente olvidado. Hoy volveremos a vivirlo después de muchas décadas.
Y ese es uno de los elementos que hace dudar de que la voluntad del presidente de meditar acerca de su posible dimisión sea real.
En primer lugar, porque un presidente del Gobierno no anuncia su voluntad de reflexionar durante cinco días acerca de su dimisión, sino que la presenta o no una vez ha tomado la decisión, sin dejar en barbecho sus funciones presidenciales.
Y en segundo lugar, porque si el motivo de su zozobra es estrictamente personal (el amor que siente por su mujer y el daño que Begoña Gómez estaría sufriendo por el cainismo de la política española), ¿en qué cambiaría el escenario una manifestación popular de fervor hacia su persona?
EL ESPAÑOL publica hoy el dato de que sólo el 25% de los españoles cree en la sinceridad del presidente, un dato que da fe de su escasa credibilidad.
El 71% cree, además, que Sánchez no debería haberse tomado ese plazo de cinco días para decidir sobre si le «vale la pena» continuar como presidente, como si esa responsabilidad institucional fuera una mera herramienta para su realización personal.
De lo disparatado de la decisión del presidente da fe el titular de la revista Bloomberg que anunciaba, con afilado sarcasmo, que Pedro Sánchez le ha dado a los españoles cinco días «para reflexionar cómo serían sus vidas sin él». «Sánchez el improvisador mantiene a todo el país pendiente de él» titulaba Bloomberg en el interior.
«Si te vas, habrán ganado» le dicen los líderes de su partido a Sánchez, como si esta fuera una batalla contra una oscura conspiración de los poderes mediáticos, judiciales y políticos contra un desvalido presidente que apenas controla el Gobierno, el Congreso de los Diputados, el BOE, los PGE, el CIS, el CNI, la Fiscalía, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y una galaxia de medios afines de lealtad absoluta a su figura.
La pregunta es ¿contra qué amenaza concreta a la «democracia» estarán manifestándose los que esta tarde se concentren en Ferraz?
¿Es que acaso Pedro Sánchez es «la democracia»?
Si Sánchez dimite y la presidencia es ocupada, tras una nueva investidura, por otro miembro del PSOE, ¿será ese presidente menos democrático que Sánchez?
Sánchez está permitiendo, consciente o inconscientemente, que brote a su vera un movimiento de devoción al líder rayano en el cesarismo, por no decir en el caudillismo, y que en estas últimas 48 horas ha tenido gestos cercanos a lo autocrático.
Es intolerable que periodistas y personalidades afines al presidente, muchos de ellos a sueldo de los PGE, hayan pedido la intervención del Poder Judicial y de los medios de comunicación privados, amén de la «destrucción» de la oposición.
Son detalles inquietantes que muestran la existencia de una tentación profundamente antidemocrática en al menos una parte de la izquierda española.
El presidente debería cortar de raíz esos coqueteos con la censura. Porque una vez abierta esa puerta, y ya decida dimitir o continuar como presidente, ¿cómo piensa controlar a quienes hoy fantasean con la imposición de una democracia bajo vigilancia?