Recuerdo el golpe de Estado del 23F como uno de los días más felices de mi infancia. Corrijo: en realidad, el día feliz fue el martes 24, cuando mis padres me dijeron «hoy no vas al colegio». Estaba a punto de firmarse el pacto del capó, la televisión retransmitía en directo lo que sucedía en los exteriores del Congreso de los Diputados y la alarma de las primeras horas se diluía poco a poco.
Pero mis padres, que solían traer por casa a dibujantes de cómics, críticos de cine, editores de revistas culturales y demás gente con barba, muchos de ellos más LGTB que Liberace, no se fiaban. No era mi guerra, en cualquier caso. Yo, que por aquel entonces andaba por 1º de EGB, lo viví como una aventura: ruptura de la rutina, soldados con metralletas molonas por la tele y un día entero para meterle mecha al Scalextric. ¿Qué más podía pedir yo? La vida me estaba dando todo lo que deseaba. ¡Ojalá todos los días hubiera un golpe de Estado!
Ese es todo mi recuerdo del franquismo, o de lo poco que quedaba de él por aquel entonces.
A partir de ese instante, crecí viendo por la tele a un monigote zarrapastroso que bramaba «émbolos, rotores y bujías, soy el misterio de la economía, manejo cifras y datos, y engaño a los humanoides gilivatios, viva el mal, viva el capital». Paloma Chamorro entrevistaba en La edad de oro a individuos cuyo colocón apenas les permitía sostener el micrófono y mi madre me llevaba al cine a ver películas como Alien, Blade Runner y Annie Hall porque era de la opinión de que los niños asimilan mucho más de lo que parece.
Recuerdo también ver el vídeo de La Dolce Vita de Ryan Paris y pensar cuánto se parecían las mujeres francesas, supuesto emblema de la sofisticación europea de la época, a las españolas de 1983. La España de la Transición era jauja para un niño.
La anomalía de la España de los ochenta eran los nacionalismos catalán y vasco. Mis clases comenzaban con todos los alumnos puestos en pie cantando Els segadors y en TV3 se hablaba de un Estado español lejano, pero sobre todo ajeno a la nación catalana. Los catalanes éramos más trabajadores, cultos y sofisticados que esos castellanos cuya miseria apenas disimulaban los beneficios fiscales de la capitalidad. También éramos mejores personas. A mí, todo eso me sonaba muy sensato. De vez en cuando, el Barça ganaba una Copa del Rey y eso confirmaba lo que me contaban en la escuela.
Tardé muchos años en sacarme esa mierda sectaria de la cabeza y en darme cuenta de que el franquismo murió en España el 23 de febrero de 1981, pero renació en Cataluña en forma de nacionalismo. Para cuando llegué a la conclusión de que yo no era intrínsecamente mejor que el resto de los españoles por haber nacido catalán, ya había perdido un tiempo precioso de mi vida lloriqueando las desdichas de Cataluña por las esquinas en vez de disfrutar de un país que avanzó cien años en sólo una década.
Hoy mi vida se parece, ya ven qué ironía, a la de Woody Allen en sus películas. No vivo en un apartamento con vistas a los rascacielos de Manhattan, pero pertenezco a esa misma burguesía de clase media y razonablemente mundana que gasta el día escribiendo y la noche declamando sobre ello en algún tugurio presuntuoso con otros burgueses de clase media a sueldo del periodismo, o de la política, o del mundo de la cultura. En realidad, mi vida es una versión 2.0 corregida y aumentada de la de mis padres. Y eso, y no otra cosa, es la España de la democracia.
Oigo hablar al PSOE y no veo por ningún lado esa España que describen. Esos 2.300.000 niños en riesgo de pobreza. Esa emergencia nacional que es la exhumación de la momia de Franco. Esas miles de familias atormentadas por las heridas abiertas de una Guerra Civil que acabó hace ochenta años. Esas mujeres amenazadas, en el país europeo más seguro para ellas, por la regresión a un franquismo que la mayoría de los españoles vivos sólo conocen por los periódicos homenajes al régimen emitidos por La Sexta. Esa España carpetovetónica de curas, fachas, maltratadores y caciques de copa balón y puro. Ese holocausto social que exige romper el principio jurídico de presunción de inocencia y el de la igualdad de sexos y entre españoles.
Si ellos viven en esa España paranoica, rencorosa y en blanco y negro, lo siento por ellos. Pero el PSOE está dividiendo a los españoles por comunidades, por sexos y por ideologías, inundando los cerebros de sus votantes con neurosis, paranoias y apocalipsis, obligándoles a fijar la vista en problemas imaginarios para desviarla de los reales, y creo que se han convertido en un peligro para la convivencia.
Y todo esos problemas que describe el PSOE y que no reconozco van a ser enmendados tras la alianza y el diálogo con partidos liderados por terroristas, por ultraderechistas regionales, por golpistas, por jesuitas del supremacismo, por insolidarios, corruptos, xenófobos y bandoleros de frontera. Los mismos que me obligaban a cantar Els segadors a voz en grito cuando era niño, que me intentaban convencer de que mi lengua «propia» es el catalán y no la que hablo con mi familia y que me decían que mi dinero debía quedarse en Cataluña porque lo había ganado yo con mi lustrosa polla catalana y no esos holgazanes andaluces, extremeños y castellanos de pito corto y averiado.
Ciudadanos no es el partido perfecto, y le deseo buena suerte a aquel que pretenda encontrar ese Santo Grial de la política, pero me habla de una España que reconozco a mi alrededor. Una España del siglo XXI y mejor en muchos aspectos que otros países europeos con los que nos comparamos, siempre en detrimento nuestro, por vaya usted a saber qué complejo de inferioridad al que yo desde luego soy inmune. España es un país vitalista, razonablemente cachazudo, listo, trabajador y con una fuerte personalidad cultural. ¿Podría ser aún mejor? Sí, claro. Como todos los demás. Pero no me hago trampas al solitario comparando lo peor de España con lo mejor de Alemania, Francia, Dinamarca o Suecia. Hagan la operación al revés y sorpréndanse de los resultados.
He visto a Ciudadanos echarle huevos y aguantar insultos, hostias y escupitajos mientras la casta de mi región, que brama por su opresión mientras cobra salarios de seis ceros, les condenaba a la muerte civil y llamaba a Inés Arrimadas hortera, puta, charnega, quinqui, zorra, extranjera, bazofia, desecho, chabacana, macarra. Mientras el PSOE la acusaba de provocar, de crispar, de no entender Cataluña. ¿Pero qué cojones hay que entender, señores socialistas, que sea tan complicado de entender? ¿Qué arcanos sólo visibles a los ojos de un catalán de pura sangre hay que descifrar para tragar con la extrema derecha catalana que representan Junqueras, Rufián, Torra y Puigdemont?
Y por eso votaré a Cs este domingo. Porque, a mí, España me gusta. Y no quiero ni puedo votar a partidos que la aborrecen.
[Posdata: Cayetana Álvarez de Toledo me ha hecho dudar de mi voto. La votaría a ciegas. Conozco a mucha gente del PP y buena parte de lo que digo de Cs es aplicable sin duda alguna a ellos. Les deseo toda la suerte del mundo y creo que el partido tiene el talento suficiente como para construir cimientos sólidos sobre el páramo que legó Mariano Rajoy. Estoy seguro de que les irá bien sin mi voto: Pablo Casado será un buen presidente dentro de unas pocas semanas, o en 2023. Pero aún no he digerido a Rajoy, que me hace tanta gracia como personaje como nervioso me ponía como presidente.]