IGNACIO VARELA-El Confidencial

  • Toda la fuerza del partido minoritario de una coalición radica en su capacidad potencial para romper el Gobierno. Mientras disponga de esa palanca o los demás lo crean, su posición es sostenible

El insomnio cambió de cama. Hoy, Sánchez duerme plácidamente y Pablo Iglesias no pega ojo. Finalmente, fue el presidente quien montó un Gobierno dentro del Gobierno. Y en el núcleo del poder verdadero no está su socio, ni se le espera. En expresión que tomo prestada de Joaquín Leguina, Iglesias habría recibido una no-invitación para la sala de máquinas.

Fue Moncloa y no Podemos quien, en la misma noche en que se difundió la próxima fusión entre CaixaBank y Bankia, hizo saber a los medios que el vicepresidente Iglesias y los restantes ministros del sector morado del Gobierno estuvieron en la inopia de esa decisión trascendental. Sánchez remachó el clavo al día siguiente en la televisión oficial (“su casa”, como dijo la presentadora), explicando que no informó a su socio de gobierno “porque era una información sensible y teníamos que garantizar la confidencialidad”. Lo que viene siendo verse cornudo y apaleado.

Tampoco salió de Podemos, sino de la corte sanchista, la confirmación pública de que el PSOE lleva meses negociando con Ciudadanos. Y con el mismo lápiz de subrayar se resaltó en su momento que Iglesias y los suyos habían sido preventivamente alejados de todo lo relativo a la salida de España del Rey anterior.

Para qué hablar de la displicencia con que la portavoz del Gobierno, ministra de Hacienda en sus ratos libres, da por consumado el designio de meter en el congelador las políticas fiscales pactadas con Podemos y la derogación de la reforma laboral (al parecer, aquel trueque con Bildu lo firmó algún marciano disfrazado de Adriana Lastra). El argumento no puede ser más autodelator: ahora se trata de recuperar la economía, crear empleo y salvar empresas. Lo que retrata en un trazo el efecto contrario que tendría la aplicación del famoso programa de investidura.

“Al final, la mayoría de los Presupuestos tendrá que ser la de la investidura”. Cada vez que Iglesias repite esto (este mismo martes, en la Cadena SER) se hace un disfavor, porque aumenta el amargor de la dosis de ricino que le aguarda.

Al formarse este Gobierno, parecía seguro que cualquiera de esos actos —no digamos todos ellos en desfile— pondría la coalición en peligro inminente de ruptura. Que Iglesias no los toleraría, mucho menos si los guisos más indigestos se cocinaban en su ausencia. Hoy, ya nadie duda de que, le hagan lo que le hagan, el vicepresidente seguirá sentado a la mesa e ingerirá el menú completo: primer plato, segundo plato y postre. «Más cornás da el hambre», explicaría él si fuera torero.

Carmen Morodo observa con agudeza que el escenario presente sería un chollo para Podemos en la oposición. Un Gobierno ‘socialtraidor’ obligado a practicar una política económica ortodoxa impuesta desde Bruselas, abjurando de sus promesas electorales y patrocinando la emergencia de un oligopolio financiero con entrega de la banca pública. La recesión y el paro, en cifras estratosféricas. La educación, en precario por la pandemia. El Rey que encarnó el régimen del 78, huido con deshonor con la conformidad de Moncloa. Pactos presupuestarios con la derecha, la nacionalista y la antinacionalista. Una extrema derecha rampante, la confirmación de la “emergencia antifascista” que Iglesias proclamó tras las elecciones de Andalucía.

El paraíso para un líder de la izquierda populista… salvo que esté en el Consejo de Ministros (lo que, como se está comprobando, no equivale a participar en el Gobierno efectivo del país). En cambio, lo que le espera se parece mucho a un calvario político. Lo peor es que su socio no parece dispuesto a ahorrarle ninguna de las cruces del recorrido.

Toda la fuerza del partido minoritario de una coalición radica en su capacidad potencial para romper el Gobierno. Mientras disponga de esa palanca o los demás crean que la tiene, su posición es sostenible. Cuando la realidad le priva de ella y todo el mundo lo ve, queda inerme a merced del socio mayor. El drama actual de Iglesias y lo que queda de su partido es que, ante un escenario que sería ideal para fortalecerse en la oposición, no le queda otra que amarrarse a la mesa del Consejo de Ministros y pasar el temporal alimentándose de las migajas de protagonismo que Sánchez le concede y la derecha le regala a borbotones. Permanecer en el Gobierno es a la vez su salvación y su condena. Remar para morir en la orilla.

Pedro Sánchez, con su olfato hipertrofiado para todo lo relacionado con el poder y la cultura del sometimiento, se dispone a exprimir al máximo la anemia política de su compañero de viaje. Sabe que puede excluirlo de las decisiones importantes sin peligro de que le reviente el Gobierno. Y quiere hacerlo de forma ostensible, sin compasivos recatos o disimulos.

El beneficio es claro: no solo engrandece su poderío personal y la leyenda de depredador infalible que tanto cultiva. Además, invierte en la extinción electoral de su más peligroso rival en el campo de la izquierda. Su proyecto para la próxima legislatura es jubilar a Iglesias y gobernar en solitario con el forzado respaldo de los restos del naufragio de Podemos y de la constelación nacionalista. Para ello, claro está, necesita sobre todo atravesar la crisis sin que el daño político resulte irreversible.

Cuando entramos en la fase más escabrosa de la legislatura, con la multicrisis en todo lo alto, Iglesias depende mucho más de Sánchez que al revés; y el presidente desea que se vea y se note. Por eso no le perturban en absoluto los amagos y aspavientos del vicepresidente y sus corifeos. Al revés, le convienen. Sabe que es solo ruido. Lejos de amenazar la estabilidad del Gobierno, las protestas de Iglesias consolidan su poder y le ayudan a exhibirse —por ejemplo, ante Bruselas o ante el Ibex— como el pilar responsable, el que sujeta al mastín. Que este gruña y enseñe los dientes sirve al domador como espantajo eficaz, cebo para la oposición dura y coartada para la colaboracionista.

La última esperanza de Pablo Iglesias para volver a ser el amigo imprescindible —y de paso, para retener a Colau a bordo— es que se abra la puerta hacia alguna fórmula de tripartito de izquierdas en Cataluña. Para ello, sería preciso no solo que los números den, sino que la bronca entre Junqueras y Puigdemont se descontrole hasta habilitar a ERC para el divorcio. Pero de Cataluña hablaremos mucho otros días: por desgracia, van a sobrar los motivos.