Rubén Amón-El Confidencial
- Dos años después de su investidura, el líder socialista confía en un ciclo virtuoso y en su estabilidad política para ganar a Casado en un escenario polarizado en el que le benefician la fuerza de Vox y su interlocución con los nacionalistas
La euforia con que el PP ha diseñado el camino de Casado a la Moncloa se resiente de la fortaleza política de Sánchez. No convendría amortizarlo prematuramente, entre otras razones porque demuestra una asombrosa salud en la peor coyuntura imaginable —el coronavirus, la crisis energética, la inflación— y porque los últimos datos del paro tanto permiten la comparativa prepandémica como enfatizan el inicio de un ciclo virtuoso.
Ni siquiera puede decirse que las evidencias demoscópicas representen una amenaza preocupante ahora que Sánchez cumple dos años exactos desde la investidura. El deterioro del PSOE reviste menos gravedad en un contexto que sobrentiende el estancamiento del PP, la crisis de liderazgo de Pablo Casado, la pujanza de las fuerzas nacionalistas y el subidón de Vox.
Es Sánchez el único gran actor que puede alistar a los partidos soberanistas. Y es el más beneficiado de la relevancia electoral de Abascal. No solo porque la testosterona de Santi Matamoros le permite acudir al monstruo de la extrema derecha —el monstruo es real—, sino porque muchos votantes moderados recelan de un pacto gubernamental que convierta a Abascal en el ‘sheriff’ de Casado.
Sánchez maneja a su antojo la amnesia y la dimensión líquida de la política. Ha liquidado la competencia de Iglesias
La regresión y el oscurantismo de semejante pareja de baile conceden al líder socialista un margen de maniobra que no le sustrae del divorcio con media sociedad —Sánchez cae muy mal a muchos votantes— y que sí necesita arraigarse en la recuperación económica, en la superación del covid y en la fertilidad que presupone el reparto de los fondos europeos.
El escenario hostil en que se ha desenvuelto Sánchez no le ha supuesto una degradación de su estabilidad política ni parlamentaria. Controla el PSOE sin la menor fisura ni zona de resistencia (lo ha demostrado la sumisión del último comité federal). Ha resuelto con holgura el debate de los presupuestos y ha sacado adelante las reformas principales, por mucho que la relativa al mercado de trabajo desmintiera la promesa electoral de la abrogación y desluciera el compromiso adquirido con los nacionalistas.
Sánchez maneja a su antojo la amnesia y la dimensión líquida de la política. Ha liquidado la competencia de Iglesias. Y tampoco puede decirse que Yolanda Díaz constituya un problema. No solo porque el fenómeno de la ‘diva comunista’ tiene que concretarse en las urnas, salirse de la construcción en que todavía se encuentra, sino porque la eventual potencia electoral de la vicepresidenta puede convertirse en un argumento movilizador de la izquierda. Movilizador y limitado. Que Yo(landa) aspire a suceder a Sánchez en la Moncloa no es más que el sueño húmedo de Iván Redondo, la venganza improbable de los represaliados y la improvisación antagonista que la izquierda ha improvisado para combatir el ‘estrellazgo’ de Díaz Ayuso.
Difícilmente puede gobernar un país quien no sabe gobernar su propio partido
Fue la presidenta madrileña quien inauguró la racha virtuosa de los populares cuando la sede de Génova estaba en venta y cuando Pablo Casado parecía un líder desahuciado. Se precipitó entonces, el 4-M, un cambio de inercia que tiene pendientes las metas volantes de Castilla y León y de Andalucía. Ayuso, Mañueco y Moreno llevarían a hombros a Casado a la Moncloa, serían los costaleros de la victoria final, pero las condiciones extremas de unas elecciones generales, la recuperación de la economía, la remontada de la crisis sanitaria y el escenario de la polarización que se vislumbra —Sánchez excitando a Abascal y congratulados ambos en la relación humillante hacia Pablo Casado— permiten concluir —preventivamente— que el patrón de la Moncloa es el gran favorito y el puto amo.
Sánchez parece mucho más preparado para conservar el poder de cuanto Casado resulta capacitado para aprovechar la energía que le han suministrado los barones y contra la que él mismo conspira. Difícilmente puede gobernar un país quien no sabe gobernar su propio partido.