RUBÉN AMÓN-EL CONFIDENCIAL
- La coacción a los contrapoderes, la división de la oposición, el cinismo de los pactos con el soberanismo y la agonía de Iglesias auguran una década de sanchismo
Proliferan las pitonisas y los ejercicios de nigromancia en la transición del año que agoniza respecto al que se avecina. Y circulan toda suerte de predicciones, entre la euforia y el Apocalipsis, aunque no hace falta recurrir al líquido amniótico de una bola de cristal para advertir y reconocer el ciclo virtuoso de Pedro Sánchez: el peor año imaginable —una pandemia, una fractura social, una profunda crisis económica— lo ha resuelto con una holgura política impresionante, hasta el extremo de postularse como el líder de una época.
Bien puede Pedro Sánchez instalarse una década en la Moncloa. Y convertir en reliquia el colchón de Mariano Rajoy que él mismo desalojó del dormitorio presidencial. Diez años tiene al alcance de la mano. No ya por su juventud —48 años—, sino porque su instinto político le permite surfear todas las inercias que predisponen un largo y fértil periodo de sanchismo.
Conviene resignarse a la idea, familiarizarse con ella. Incluso empezar a recurrir a soluciones voluntaristas. No son tantos años, podría decirse, comparándolos con los 14 que permaneció Felipe González. O con los ocho que jalonaron la trayectoria de Aznar. Impresiona hasta qué punto puede degradarse la salubridad democrática en una década. Y cuánto pueden alterarse la solidaridad territorial, la certeza de la monarquía parlamentaria, la separación de poderes, el aparato de propaganda… Pero existen ciertos límites al cesarismo.
Uno de ellos radica en la Constitución, cuyas reformas estructurales resultan inasequibles al margen de un consenso extraordinario (dos tercios). El otro consiste en las instituciones comunitarias. Y en el contrapeso que ejerce la UE cada vez que pretenden vulnerarse las reglas elementales entre los socios de pulsiones iliberales. De hecho, fueron Bruselas y las dependencias presupuestarias los motivos que impidieron a Pedro Sánchez convertir la renovación del CGPJ en una oportunidad para controlar a su antojo el órgano de dirección de los jueces y neutralizar los tribunales.
¿Puede estar Sánchez una década en la Moncloa? Mi impresión es afirmativa y hasta prudente. Conviene recordar, en primer lugar, que el líder socialista asumió el cargo presidencial en junio de 2018. Lleva, por tanto, dos años y medio en el poder y tiene completamente garantizados tres años más de la presente legislatura. Quiere decirse que una victoria electoral en 2023 predispondría, ‘de facto’, un recorrido monclovense de casi una década. Y que ubicaría al propio Sánchez en la coyuntura propicia de superar el récord histórico del felipismo.
¿Puede estar Sánchez una década en la Moncloa? Mi impresión es afirmativa y hasta prudente
Es verdad que la precariedad parlamentaria del PSOE sobrentiende la fragilidad de sus aliados. Y es cierto que su principal costalero, Pablo Iglesias, se retuerce en sus pulsiones magnicidas, pero la cohabitación de los machos alfa en la jaula de la Moncloa deteriora a Unidas Podemos y malogra definitivamente cualquier iniciativa subversiva. Sánchez ha aniquilado la oposición de la izquierda tanto como ha convertido los cachorros del soberanismo en su mecanismo de tracción, más todavía cuando el presidente carece de escrúpulos y de decencia. Lo demuestra el abrazo abyecto al compadre Arnaldo y la tergiversación narrativa de los años de plomo. No hay alternativa posible a la fórmula del PSOE, Unidas Podemos e ‘indepes’. Ningún otro líder político es capaz de mentir y de mentirse como hace Pedro Sánchez, más aún cuando las sociedades amnésicas y bombardeadas de información olvidan la falacia de la vigilia.
La debilidad de Sánchez se ha convertido en su principal fortaleza. Ha estimulado el ingenio de los pactos y de las alianzas. Si el camarada Pedro fue capaz de sobrevivir en la mayor hostilidad del repudio y del ostracismo, con más razón puede hacerlo en el hábitat del poder. No ya amaestrando a Pablo Iglesias, sino debilitando la competencia de los contrapoderes. Por eso no le gustan los jueces. Por eso recela del control parlamentario. Y por la misma razón reniega de la jefatura del Estado y aprovecha la debilidad estructural de la prensa para instalar su modelo de propaganda y de clientelismo mediático. Ni siquiera el Partido Socialista funciona como un laboratorio de ideas o de alternativas. Sánchez ha devuelto al PSOE la bandera de la victoria y ha convertido la euforia en el mejor procedimiento de disciplina y de sumisión.
Semejante planteamiento de poder y autoridad podría cuestionarse o debilitarse si existiera una oposición, una alternativa. El sanchismo retroalimenta el antisanchismo. Y la polarización que él mismo estimula predispondría un antagonismo político y electoral… si no fuera porque la derecha se encuentra descoyuntada y dividida. El peso parlamentario de Vox, la beligerancia entre Abascal y Casado, más la extinción de Ciudadanos en la utopía de la moderación, garantizan una fractura que conforta e ilumina la década prodigiosa de Sánchez.