JAIME PÉREZ RENOVALES-EL PAÏS

Frente a los distintos modelos de república, en el caso de España es el rey quien mejor puede ejercer su mandato constitucional. Cuesta imaginar un presidente percibido como ajeno a una tendencia política

Las recientes noticias relacionadas con el rey Juan Carlos han propiciado un debate hasta ahora no suscitado con la intensidad que merece uno de los reinos más antiguos del mundo. El debate no es tanto contraponer la monarquía a la república, limitando la discusión al carácter electivo de quien en cada caso ocupa la jefatura del Estado, sino ahondar en las razones por las que la monarquía es preferible como forma de Estado. Y no se pretende eludir la cuestión de la legitimidad democrática de la institución, porque para quienes la ponen en duda debe recordarse que la Constitución que la contiene recibió el respaldo de casi un 90% de los votos en el referéndum celebrado para su aprobación.

El análisis debe partir de tres sencillas preguntas: ¿es necesaria una jefatura del Estado distinta de la del Gobierno?, ¿para qué? Y en caso afirmativo, porque sus funciones sean imprescindibles, ¿por qué puede desempeñarlas mejor un rey que un presidente de la república?

Sin entrar en demasiados matices, existen repúblicas en las que el presidente ejerce como máxima autoridad del poder ejecutivo, desarrollando una acción de gobierno propia de un partido o ideología (Francia, Estados Unidos), y otras en las que se reserva a aquel un papel institucional, sin poderes ejecutivos (Alemania, Portugal o Italia). La jefatura del Estado ejercida por el monarca equivale a esta segunda. ¿Cuál es el papel que desempeña? En el caso de España, es el Título II de la Constitución el que regula las funciones atribuidas al rey, que pueden clasificarse en dos tipos.

En primer lugar, aquellas en las que el rey se limita a formalizar una decisión del poder legislativo o ejecutivo, como la de sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes Generales, convocar elecciones o nombrar y separar a los ministros. De la misma naturaleza gozan otras prerrogativas, como la administración de la justicia en nombre del rey que proclama el artículo 117 de la Constitución.

En segundo lugar, existen otras atribuciones que, careciendo de la eficacia inmediata o directa de los poderes del Estado, tienen una trascendencia material con consecuencias en la realidad política, interior y exterior. Estas funciones derivan del artículo 56 de la Constitución, cuando dice que el rey es “el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”. Concreciones de este papel las encontramos en el artículo 62, cuando encomienda al rey la propuesta de candidato a presidente del Gobierno, el ser informado de los asuntos de Estado o ejercer el mando supremo de las Fuerzas Armadas, con los matices que luego veremos sobre este.

Se trata, por tanto, de saber quién, si un monarca o un presidente, puede ejercer esas funciones de manera más beneficiosa para España.

Se atribuye al rey ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado español. No se puede desdeñar la importancia de los símbolos. Un trozo de tela teñido de ciertos colores cobra una importancia trascendental cuando se convierte en la bandera, símbolo de una nación. Dos maderos cruzados reconfortan a las personas en la mayor de las desgracias cuando simbolizan el Dios en el que creen. Y el Rey encarnó en toda su integridad la unidad y permanencia de la nación española cuando se vio sometida a la amenaza secesionista, proporcionando tranquilidad a los españoles que le escucharon en medio del desconcierto general.

En cuanto a la alta representación del Estado en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, parece poco discutible que quien pertenece a una dinastía asociada indisolublemente a la nación española, y que con ella ha tejido sus relaciones históricas en el ámbito internacional, es la figura idónea para asumir ese papel. Basta observar la importancia del rey de España en los eventos internacionales y visitas de Estado en los que representa al país, especialmente en las Cumbres Iberoamericanas.

Otra función, como la propuesta de candidato a la presidencia del Gobierno, que debería ser una mera consecuencia del resultado electoral, se ha demostrado recientemente como un ejercicio de equilibrismo institucional, que obliga a comprender la realidad arrojada por los votos, las posibles alianzas y a guardar una impoluta imparcialidad en las decisiones a tomar.

Y sobre el mando supremo de las Fuerzas Armadas, correspondiendo al Gobierno la dirección de la Administración militar y la defensa del Estado, pudiera parecer más representativo que real, pero sucesos como el del 23-F revelan con toda crudeza la importancia material que puede tener ese “mando supremo”.

Estos ejemplos demuestran que, en el caso de España, es el rey quien puede ejercer mejor el mandato constitucional. Puede que en otros países sea posible, pero cuesta imaginar aquí un presidente de la república percibido públicamente como ajeno a cualquier tendencia política y que careciera, por tanto, de la imprescindible neutralidad institucional. Para quienes duden de esto, piensen que si incluso los magistrados del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional son identificados con tendencias políticas determinadas, cuánto más lo sería un presidente tomando decisiones como la de proponer candidato a la presidencia del Gobierno o dirigiéndose a la nación en momentos de crisis, que inevitablemente estaría expuesto a la crítica y falta de credibilidad de quienes le viesen como antagonista de su propia ideología.

El rey Felipe VI es un ejemplo de las razones que explican esta tesis, como también lo fue Juan Carlos I durante su reinado. A ello contribuyen una serie de factores, como la formación recibida, la consciencia de los aciertos y errores de quienes les han precedido en el trono, su convicción de la importancia de la neutralidad política y sus relaciones internacionales.

Por último, suele argumentarse cierta ausencia de control de la monarquía y, en último caso, la imposibilidad de reemplazar a su titular en las urnas. Pero ello no implica que no existan mecanismos legales que regulen su actuación. La Casa del Rey ha incrementado notablemente el control de su presupuesto y la transparencia sobre sus gastos, con la participación en su funcionamiento ordinario de la Intervención General y la Abogacía del Estado. Y en el caso extremo de que el rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad, la propia Constitución prevé que las Cortes puedan así apreciarlo y disponer la regencia.

En un país donde se suele criticar la ausencia de dimisiones de los responsables políticos, bien reciente tenemos un caso de quien abdicó la Corona cuando comprendió que era lo mejor para la institución. Tal renuncia vino precedida de otra, al inicio de su reinado, sobre los poderes ejecutivos atribuidos entonces al jefe del Estado, cuyo abandono era necesario para la instauración de un régimen democrático. Y ahora, el mismo monarca ha decidido abandonar temporalmente el país sin hallarse “investigado”, “imputado”, ni mucho menos sujeto a juicio oral, a pesar de lo cual se ha tomado voluntariamente una decisión equivalente al anticipo de una condena de extrañamiento.

En definitiva, mas allá de la experiencia histórica que en España ha supuesto la república, cuyos resultados contrastan con las épocas de mayor esplendor vividas en algunos reinados, existen razones de peso para defender la monarquía como la mejor forma de Estado que podemos tener, y la ejemplar manera en que el rey Felipe VI ejerce su jefatura es la mejor muestra de ello.