JUAN BENGOECHEA, EL CORREO – 14/02/15
· En el mundo hay unas 3.000 naciones, lo que hace imposible aplicar el axioma nacionalista ‘a cada nación, su Estado’.
· La solución federal solo funciona si existe una cultura de lealtad mutua.
Se equivocaron los profetas. Dijeron que el Estado estaba en declive, que era una reliquia de la historia. Pero el viejo Leviatán, lejos de caer en el olvido, está más vivo que nunca. En 1945 había en el mundo 74 Estados, hoy su número ronda los 200. Y el proceso, a juzgar por la lista de espera de nuevos solicitantes, está lejos de finalizar. Sólo en Europa hay unos 100 grupos políticos regionales que, de una u otra forma, defienden la autodeterminación. Quizá alguien se pregunte a qué se debe este amor por lo pequeño en un mundo cada vez más integrado. ¿Por qué al llegar la era de la ‘aldea global’ los humanos, paradójicamente, preferimos ser cola de ratón a cabeza de león?
Para explicar esa paradoja hay que recurrir a los trabajos de Alberto Alesina sobre el tamaño óptimo de los países. Según este ilustre profesor ese tamaño es fruto de un equilibrio entre las ventajas económicas de ser grande y los inconvenientes que impone la diversidad de preferencias. Ese equilibrio, a su vez, es función del grado de apertura exterior de la economía. En el pasado las barreras tarifarias y los costes de transporte hacían que el éxito dependiese de la dimensión del mercado doméstico. Hoy la libertad comercial y las nuevas tecnologías han hecho posible que los países pequeños triunfen si son competitivos. Todo esto le lleva a concluir a Alesina que la liberalización comercial de las últimas décadas y la ola de independencia que vivimos van de la mano.
Pero la integración económica, como señala Anthony Giddens, también presiona hacia abajo, aumentando los costes de la heterogeneidad. La globalización despierta en los humanos la nostalgia de esas comunidades imaginadas a las que llamamos naciones. En un mundo en el que las grandes ideologías han perdido atractivo, el sentimiento de pertenencia a una nación se ha convertido en la principal fuente de legitimidad de los Estados. De hecho son las fronteras nacionales las que definen nuestras obligaciones éticas. Así, el bienestar del compatriota preocupa mucho más que el del extraño. Por desgracia en el mundo hay unas 3.000 naciones, lo que hace imposible aplicar el axioma nacionalista ‘a cada nación, su Estado’. El mundo se convertiría en una jaula de grillos.
La solución a este dilema, según Michael Ignatieff, es la creación de Estados multinacionales, basados en el principio federal. El objetivo de esos Estados es distribuir el poder entre el centro y la periferia, combinando unidad y diversidad. Si hay voluntad política, el federalismo facilita la integración, reduciendo los incentivos a la independencia. El problema surge si el mayor poder otorgado a la periferia se pone al servicio de la secesión. Ese riesgo es particularmente grave cuando existen partidos con fuerte implantación regional, cuyo objetivo es la creación de nuevos Estados. Esto significa que la solución federal solo funciona si existe una cultura de lealtad mutua, lo cual exige que los nacionalistas renuncien a su deseo de tener un Estado-nación propio.
Los nacionalistas a veces olvidan que la secesión es un camino minado. El derecho de autodeterminación, recogido en la Carta de las Naciones unidas, solo se acepta en situaciones límites –descolonización, violación de derechos humanos–. Y una declaración unilateral de independencia, como ha apuntado Jean-Claude Piris, no basta para fundar un Estado. Se necesita el reconocimiento de la comunidad internacional, que exige el respeto de la legalidad. Y sin ese reconocimiento, la UE siempre dirá no al aspirante. Incluso respetando la legalidad, como ocurrió en Escocia, los líderes europeos siempre han dejado claro que la entrada no es inmediata. El territorio separado tiene que solicitar su adhesión siguiendo las normas de ampliación recogidas en los Tratados.
Sabemos que los países pequeños son viables, pero lo que nos preocupa ahora es si las secesiones son un buen negocio. La evidencia disponible sugiere que lo que, de verdad importa, es cómo se realiza el proceso. Un grado elevado de conflicto y dilatados períodos de negociación aumentan de manera exponencial los costes de la transición. Si a esto se añade que el país en cuestión pertenece a un área tan integrada como la UE, los costes pueden llegar a ser, ya no altos, sino disuasorios. Los políticos nacionalistas, a pesar de la evidencia, dicen que la independencia será una gran fiesta. No sabemos si su actitud responde, a lo que Ciorán llamó «la fascinación de lo imposible». O, siendo más prosaicos, quizá se deba a que ellos, los políticos nacionalistas, piensen que les irá mejor.
JUAN BENGOECHEA, EL CORREO – 14/02/15