EDUARDO TEO URIARTE – 27/04/16
· Hace tiempo que el juego político fue monopolizado por los viejos partidos surgidos de la Transición, conformando prontamente ese bipartidismo que ha servido para ofrecer una estabilidad política en España, admirada en otras latitudes. Pero ese monopolio de lo político por los partidos, cada vez con mayor poder e influencia y más alejados de la ciudadanía, les fue conformando como entes cerrados, mutando sus iniciales planteamientos de servicio público por un llamativo sectarismo y radicalización. Poco a poco radicalismo y sectarismo fueron considerados por los partidos como la parte fundamental de su ideario, apoderándose de ellos subsiguientemente, huérfanos de ideología alguna, la corrupción. El resultado ha sido la actual crisis política que padecemos.
Es por esto por lo que mucha gente, a riesgo de equivocarse, ha buscado otro tipo de representantes. Nuevos en un caso, como los de Ciudadanos. Viejos y reaccionarios, cual jacquerie anarquista medieval, como lo que representa Podemos, a pesar de sus poses cursis hasta lo pijo y espectacularidad constante. Y es ahí donde se acercarán más electores porque por mucho que quiera achacarse a la Constitución o al inmovilismo el fracaso, éste sólo es achacable al proceder y a la inconsciencia de los viejos partidos. Sin embargo las responsabilidades no son las mismas, mientras desde hace tiempo el PSOE juega por libre bajo normas dignas de un colectivo autista, en plan partido sobrero, ajeno a cualquier responsabilidad de estado, el PP de vez en cuando deja testimonio de su preocupación por lo político. Se puede recordar que el PP, a cambio de nada –sino de maltrato- apoyó la elección de Patxi López como lehendakari cuando Euskadi se batía en una profunda crisis ante el plan soberanista de Ibarretxe y ETA cazaba como conejos a los políticos no-nacionalistas. Este tipo de gestos, que supongan por razón de estado un cierto beneficio al adversario, es inconcebible en el PSOE de hoy.
No se trata tan sólo de que los partidos con responsabilidades en el pasado no hayan sido capaces de ponerse de acuerdo para formar un gobierno, que podía pasar después de haberlo intentado tras agotadoras sesiones. Las formas políticas exhibidas, el no rotundo desde el primer instante de Sánchez a ponerse en contacto con Rajoy, el candidato que más votos sacó, o que éste hiciese mutis por el foro a la posibilidad de investidura huyendo de su responsabilidad, o le llamara por última vez a Sánchez por medio de un adolescente twitter mientras servía cañas en El Toboso, explican mucho las limitaciones políticas de los que nos representan. Primer aldabonazo para la preocupación: “sin entendimiento mediado por el lenguaje –Habermas- no nace la fuerza que sostiene y promueve la progresiva democratización de la sociedad”.
Las razones por la que nuestros partidos son incapaces de negociar la formación de un Gobierno -salvo el arriesgado papel que en esa labor ha corrido Ciudadanos forzado, quizás, por la fuga de Rajoy- no se deben a cuestiones coyunturales o sin importancia. A lo largo de estos años los viejos partidos, en el monopolio de la función política, sectarizados y radicalizados en el tiempo, empezaron a jugar sin límite ni respeto por las reglas del juego. No sólo las abundantes y constantes muestras de corrupción económica son asumidas e incluso promovidas, pues las finanzas del partido lo requiere, sino que el espacio de juego se enturbia en sus límites y las referencias comunes necesarias, las que darían cohesión a una labor común, desaparecen invalidando la existencia de la política.
Parece evidente que las relaciones entre los partidos eran bastante más fluidas a la salida de la Dictadura, lo que permitió importantes acuerdos. Este hecho supone que el ejercicio del poder durante estos años y la cada vez más barriobajera dialéctica entre ellos es lo que les ha apartado de aquellas relaciones y comportamientos previos, elementales y necesarios de toda democracia. El fenómeno era visible desde hace años en los partidos nacionalistas que habían monopolizado el gobierno en sus respectivas autonomías: el poder no les aplacaba sino les radicalizaba y les llevaba hacia la ruptura política, como medio de garantizarse la continuidad de ese poder, en la forma de reclamación de independencia. Algo similar ha ocurrido en los viejos partidos nacionales: el ejercicio del poder y el abandono de las convicciones democráticas les ha introducido en una espiral de sectarismo que está poniendo en crisis nuestro sistema de convivencia.
“Para que exista democracia -sentenció hace tiempo Aurelio Arteta- es necesario que haya demócratas”, y si la política se reduce a un mero enfrentamiento por el poder el sistema cae en crisis. La democracia no es ni mucho menos la simple embestida entre los partidos, supone el respeto de unas formas. El respeto a la existencia y opinión del adversario, el respeto, por supuesto, de la ley, pero sobre todo concebir el juego político y la deliberación parlamentaria dentro de un espacio común de colaboración para el bienestar de la ciudadanía. Tenía razón Burke al declarar, en los orígenes del parlamentarismo moderno británico, que el Parlamento no era un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, sino una asamblea deliberante de una nación en el que debe guiar el interés general. Pues bien, el abandono de la deliberación, el distanciamiento de la sociedad y de los intereses generales, es lo que ha llevado a esta situación de colapso político que impide encontrar un Gobierno mediante la negociación. Una situación digna de preocupación.
Coincidamos con Luis Haramburu Altuna en su análisis de la situación actual, incluso en su forma rotunda de expresarlo (“Patriotismo”, El Correo, 07/04/16): “Los partidos políticos se han constituido en baluartes identitarios que sustituyen a la patria común. Nuestros líderes políticos se han erigido en demiurgos identitarios que confieren legitimidad y valor a las posiciones políticas particulares. Sólo así se explica la conversión de los adversarios políticos en enemigos irreconciliables, incapaces de consensuar el interés general de quienes conformamos la patria común”. Desde ahí casi resulta un consuelo que se devuelva la decisión a la ciudadanía mediante unas elecciones, pero este fracaso no hace más que constatar el fracaso de los viejos partidos. Esperemos que no, todavía, del sistema.
La comedia finaliza confirmando mis opiniones tras el resultado electoral del 20 D. El PSOE ha sido incapaz de acercarse al PP pero también de descubrir, en su delirio izquierdista inaugurado por Zapatero, que el ascenso a los cielos por Podemos pasa por la aniquilación del PSOE, cosa que cualquier veterano socialista o persona leída sabe de la idiosincrasia de estos izquierdismos redentores. Mientras, Rajoy reía desde el irresponsable burladero de no intentar su propia investidura, actitud que califica toda su presencia en la presidencia del Gobierno. Los dos grandes partidos han mostrado su satisfecha inoperancia.
Acabemos constatando que el diseño de nuestra democracia, incluida nuestra Constitución, no son los causantes de nuestro déficit político sino que éste ha sido causado por los partidos que tanta influencia tienen en el sistema. Cuando nuestra democracia fue instituida por aquellos partidos recién creados, anteriores a la degeneración padecida, la democracia española tenía una imagen y fortaleza indiscutible. No fue destruida por golpistas, resistió el terrorismo, ni los nacionalismos periféricos osaron asaltarla entonces, ni fue desautorizada por las nuevas generaciones de la izquierda. Está en camino de fenecer por obra de sus creadores. La imposibilidad de un Gobierno de gran coalición constituye un gran fracaso que puede promover preocupantes secuelas.
Eduardo Uriarte Romero. 27.4. 2016