EL ECONOMISTA 14/11/16
MIKE ROSENBERG
La elección de Donald Trump como futuro presidente de Estados Unidos es una vergüenza nacional. Yo y muchas otras personas presenciamos anonadados cómo derrotó por un estrecho margen a Hillary Clinton en Florida, Ohio y Pensilvania en la madrugada del martes, anotándose el mayor disgusto en nuestra memoria.
Lo bochornoso de Trump es que ha dicho y hecho cosas espantosas en la campaña y que su carrera no es en absoluto un ejemplo para el país ni para el mundo. Es un hombre que alardea de no pagar impuestos, degrada a las mujeres e insulta a las minorías. Peor aún, durante toda su vida ha seguido una filosofía de que lo único que importa es ganar y da igual cómo se consiga.
Por suerte, Trump no representa a la amplia mayoría de estadounidenses y ni siquiera a casi todos los que le votaron. Está claro que hay una franja muy estrecha de la población que juzga a las personas por su religión, grupo étnico y sexo pero creo que son pocos.
Ganó las elecciones a pesar de sí mismo y se aprovechó de los miedos de la gente corriente, que vive su vida según un código ético, paga sus impuestos y piensa que hay un problema con la situación del país y del mundo.
Algunos defensores de Trump están convencidos de que el aborto es un crimen y le han votado porque prometió nombrar a jueces en el Tribunal Supremo que actuarán para acabar con la legislación que actualmente da el derecho a las mu- jeres de tomar una decisión tan personal.
A otros les preocupa el control limitado de las armas de la señora Clinton y piensan que solo una población armada puede defenderse de los delincuentes, los terroristas y los tiranos.
A otros nunca les gustó Barack Obama y se oponen ferozmente a la ley de la sanidad asequible, pese a que ha asegurado a veinte millones de personas que de otra forma no habrían tenido acceso a la sanidad. Trump les tocó la fibra sensible por el miedo al aumento del gasto sanitario y prometió vagamente bajar las primas.
A otros no les gustan los Clinton. No reconocen el tremendo éxito de la presidencia de Bill Clinton ni el dominio de Hillary Clinton sobre políticas públicas y relaciones internacionales. A lo largo de los años, tanto Bill como Hilary Clinton han sido expuestos a ataques públicos constantes y brutales, y se han defendido en gran manera con aplomo y elegancia.
Aun así, el bombardeo constante de insultos y mentiras dirigidas a ellos han acabado resonando en un segmento de la población que no les apreciaba de todas maneras. Su aplomo se convierte en petulancia y su elegancia en fraude o mentiras.
Me parece improbable que el propio Trump se crea sus políticas chifladuras, como la deportación masiva de once millones de personas, la separación de los acuerdos de libre comercio favorables para Estados Unidos y el mundo o el cierre de la Agencia de Protección Medioambiental. Y seguramente no sea tan racista como harían pensar sus palabras.
En mi opinión, el hombre ha dicho lo que pensaba que le ayudaría a ganar y la tragedia es que tenía razón.
Aunque quisiera hacer esas locuras, la fortaleza del sistema americano yace en los controles y equilibrios. Lo que quiera hacer tendrá que ratificarse en el Congreso y, en muchos casos, como lo que afecta al acuerdo comercial Nafta, necesitará más que una mayoría simple. Hasta eso podría resultarle difícil, ya que la mayoría de los miembros republicanos en la Cámara de Representantes y en el Senado son funcionarios serios que comprenden la complejidad del mundo actual y confío en que no sigan a Trump hacia la ruina nacional y el colapso del consenso internacional sobre el comercio, la seguridad y la protección del medio ambiente.