Rubén Amón-El Confidencial
- Las formas encubren el fondo de un partido que huye de los pactos y de la política convencional distorsionando la convivencia y exacerbando las emociones
Cabe preguntarse si el arzobispo Munilla podría convertirse en cabeza de lista de Vox en alguna circunscripción electoral. De momento, ha sido evacuado por el Vaticano de la diócesis de San Sebastián a la de Alicante, aunque el traslado —la Iglesia no resuelve los problemas, los cambia de sitio— no implica que el monseñor haya renegado de sus afinidades con la ultraderecha, tanto por el incienso nacionalcatólico que aromatiza sus homilías como por la aversión a los derechos de los homosexuales, el rechazo al feminismo, la persecución del aborto, el pin parental, el antiislamismo y la nostalgia del antiguo régimen.
Simpatiza Munilla con Vox, y viceversa, de tal manera que no cuesta trabajo imaginar a su excelencia en las próximas elecciones generales imitando al párroco de San Firmino en ‘Divorcio a la italiana’. No para reclamar el voto a la Democracia Cristiana, como hacía el memorable cura en la película de Pietro Germi, sino para inducir el sufragio a favor de Santiago Abascal: “Votad lo que queráis siempre que sea un partido ultraderechista”.
Otra cuestión sería que subieran al estrado vestidos como un activista de Bildu, o que renegaran de la corbata y de la impostura militar
Es interesante el caso de Munilla porque la solemnidad de sus hábitos y la coartada del misterio eclesiástico disimulan la corrosión de sus ‘principios’. Les sucede lo mismo a las señorías de Vox en la contorsión de las apariencias. El escrúpulo formal, la preparación académica de algunos diputados, la capacidad oratoria de otros y la devoción de sus mejores rapsodas mediáticos trasladan una ficticia adhesión al sistema y redundan en la imagen de un partido normalizado o digno de votarse.
Otra cuestión sería que subieran al estrado vestidos como un activista de Bildu, o que renegaran de la corbata y de la impostura militar, pero las evidencias programáticas y los hechos políticos demuestran que Vox es un partido antisistema. De otro modo, no sería tan evidente el boicot al proceso de construcción europeo, no resultaría tan evidente la socavación del poder judicial, no hubieran llevado hasta el ridículo la doctrina antivacunas, no hubieran convertido la prensa en el perfecto antagonista —mejor desprestigiarla que controlarla—, no se habrían aliado a los príncipes de liga oscurantista —Orbán, Salvini, Kacinsky, Le Pen… y hasta Bolsonaro—, no se hubieran ausentado en los actos oficiales que conmemoraban la Constitución el pasado 6-D ni se habrían propuesto sabotear los presupuestos allí donde son decisivos.
La excepción ha consistido en el episodio de consenso en la Comunidad de Madrid, pero el pacto Ayuso-Monasterio tanto se define en una inquietante afinidad ideológico-populista-regresiva como responde al objetivo común de degradar el liderazgo y la idoneidad de Pablo Casado al frente del PP.
No, no le conviene a Vox mezclarse con el sistema ni con los partidos que más lo han representado. Necesita Abascal diferenciarse y enfatizar el recelo de la política convencional. Y preservarse incluso de ejercitarla.
La primera razón es más conceptual y consiste en renegar del hábitat, en practicar la antipolítica. La segunda proviene del escarmiento que Podemos o Ciudadanos han experimentado al convertirse en fuerzas gregarias. Los han devorado el cinismo y la ferocidad de los partidos mayores.
A Abascal se le vota por las mismas razones que excitaron el mesianismo de Iglesias: las ganas de vengarse de ‘los políticos’
Es la perspectiva estratégica desde la que Vox elude cualquier atisbo de intoxicación con el sistema y el punto de conexión emocional y sentimental con los votantes hastiados y desamparados. A Abascal se le vota por las mismas razones subversivas que excitaron el mesianismo de Iglesias: el hartazgo del electorado, las ganas de vengarse de ‘los políticos’.
La analogía expone la inmadurez del electorado. El péndulo del providencialismo, facultado en la polarización y el populismo, ha virado de la extrema izquierda a la extrema derecha alterando sobremanera las reglas de convivencia y los espacios de consenso. De hecho, el mayor problema de Vox no consiste solo en el acopio de patrioterismo, la pesadez identitaria e idiosincrasia nacionalcatólica, sino en la proyección incendiaria que conllevan la xenofobia, el machismo, la homofobia, el antiislamismo, la adhesión a las teorías paranoicas y el cultivo irresponsable de los instintos.
La caída de Trump parecía haber destronado el mayor símbolo de la antipolítica y desconcertado a sus epígonos europeos, pero la encuesta que publicaba esta semana El Confidencial —le otorgaba 64 diputados— y la euforia del fenómeno Zemmour en Francia predisponen un escenario inquietante en España y en Europa al que solo pueden poner remedio los votantes. Habrá muchas razones para castigar en las urnas a los partidos convencionales, pero el despecho no debe beneficiar la peor opción política posible a escala nacional, especialmente si Abascal se convierte en el ‘sheriff’ del PP.