HERMANN TERTSCH-ABC
Hay que imponer el retorno a los medios de la toponimia española en toda España CASTELLANOPARLANTES o hispanohablantes somos todos los españoles. Cierto que por culpa de los nacionalismos en ciertas regiones y por la paupérrima educación se habla cada vez peor y cada vez con menos vocabulario. Pero todos lo hablan y todos lo entienden. Aunque algunos se esfuercen por hablarlo mal o se nieguen a hacerlo por esa hispanofobia que los nacionalismos y cierta izquierda han cultivado desde hace décadas. Resulta tan triste como inaudito que en algunas regiones se haya generado tan violento rechazo a esta lengua universal que abre mil puertas al mundo. Porque el español es el mayor tesoro que enaltece a España, junto a su historia. Imaginen lo que harían los alemanes o los franceses con una lengua que hablan 500 millones de habitantes en permanente y vigorosa expansión. Nosotros nos ensañamos con ella y la humillamos con espectáculos dantescos como los traductores en el Senado. O la impune persecución de los rótulos en Cataluña. Ese odio a España cultivado desde poderes institucionales y políticos españoles es un fenómeno único en el mundo, abominable, la peor y más trágica cosecha de nuestros errores de la transición.
Las ansiedades de la joven democracia por compensar injusticias reales o supuestas de la dictadura llevaron a políticas con prioridades que hoy sabemos erróneas y profundamente dañinas. Se han hecho bien muchas cosas en España estos pasados cuarenta años. Pero nos hemos equivocado mucho en otras. Los errores se han hecho fuertes y son tremendas las resistencias al cambio por las inercias y el discurso asumido. Tanto que ante el desafío del separatismo se propone proseguir con el vaciado del Estado, causa del crimen político hoy en marcha. Pocos proponen la lógica enmienda de probar lo contrario a lo fracasado. Muchos años hemos tolerado lo intolerable en las relaciones humanas, políticas y culturales. Hemos permitido que la lógica antiespañola se convirtiera en la lógica del Estado en una España siempre bajo sospecha. Y hemos aceptado una falta de respeto a la Nación que se convirtió en hábito. Cuando España es la única garantía de nuestras libertades y derechos. Y de la paz. Porque una España rota nos arrebataría libertades y derechos pero además nos garantiza la guerra.
Hubo mucha buena fe en la transición. De los que llegaban y de los que desmontaban el régimen que se autodisolvió. Pero la buena fe juega malas pasadas. Sucedió con la distribución territorial. Ya en la propia formación de las autonomías se mutiló y dividió arbitrariamente Castilla e inventó cuerpos uniprovinciales como La Rioja o Cantabria. Para trocear España como una pieza de ganado. Después vinieron décadas de irresponsable vaciado de competencias al Estado central para armar a unas autonomías convertidas en desleales émulos y rivales, cuando no ya enemigos, y poderes feudales tramposos, corruptos y despilfarradores. Los resultados están aquí. La catástrofe catalana continuará y llevará al definitivo empobrecimiento de la región. Hasta que España derrote y deslegitime a los nacionalismos o estos destruyan a la nación española y la península se hunda en el caos. Para intentar que España venza a sus enemigos hay que dar la batalla por la enmienda ya. En contra de la suicida perseverancia en el error que sería una reforma constitucional con más concesiones. Empecemos ya por algo simbólico, que no anecdótico, para devolver el honor a la lengua perseguida. Es momento de una campaña masiva para que las televisiones con programación en español ofrezcan la toponimia de la geografía española en español. Y que lo hagan en toda España. Si London es Londres, más razón para que Girona sea Gerona, Lleida sea Lérida, Hondarribia sea Fuenterrabía y Leioa sea Lejona. Por respeto.