ARCADI ESPADA-EL MUNDO

Mi liberada:

Nadie va a ganar estas elecciones. Empezando por el que, probablemente, saque el mayor número de votos. Pedro Sánchez solo aspira a que no lo bloqueen, o al menos eso va repitiendo con una mediocridad tonal que incluso atempera su cinismo. Porque, en efecto, cualquier genealogía del bloqueo político en España debe empezar por él. Los ciudadanos tienen una memoria de pez, de ahí que haya que recordarles cada tanto quién fue Francisco Franco. Siempre más modesto, yo me propongo recordarte quién fue Sánchez. El hombre, para empezar, que hubo que sacar a rastras de la secretaría general del Partido Socialista por negarle a Mariano Rajoy lo que ahora él pide. Al pie de esa petición hay que pararse un momento. Sánchez ha dejado de dirigirse a los ciudadanos. Ya solo se dirige a los partidos. El desbloqueo que propugna podría lograrlo a través del voto: bastaría con que los ciudadanos le dieran el apoyo masivo que cree que merece. Y ese es el camino que, aunque fuera retóricamente, habría de recorrer un candidato que se precie. El candidato es el que se dirige al pueblo y el diputado el que lo hace al resto de partidos parlamentarios. Sánchez cree, obviamente, que agitando el bloqueo facilita que los ciudadanos lo voten a él y no a los que identifica como bloqueadores profesionales. Pero son tales la desgana y la falta de entusiasmo moral con que lo repite que las elecciones deben de habérsele convertido en un enojoso trámite que precede a la batalla verdadera: aquella que se librará en el escenario postelectoral, cuando mueva Roma con Santiago para que ante su emérita persona la derecha o la izquierda se abstengan para afirmarle.

Tal emérita, para seguir con la genealogía, fue la que bloqueó por segunda vez la política española cuando un documento judicial de parte le dio el relato necesario para alcanzar el poder con los votos, ontológicamente amañados, de independentistas catalanes y vascos. La moción de censura sirvió para una larga y zafia campaña electoral pagada con dinero público, pero fue incapaz de vertebrar un gobierno auténtico y una nueva mayoría política. Se comprobó en las últimas elecciones. Sánchez fracasó a derecha y a izquierda. Ni siquiera intentó el acuerdo con Ciudadanos, aunque bien es verdad que este partido lo vetó radical y torpemente desde el primer día, fiado en que dos años de mayoría y catástrofe nacionalpopulista lo llevarían en volandas al Gobierno. Pero esa mayoría no se produjo, por el fracaso de la negociación con el partido Podemos: uno de los episodios más calamitosos de la última historia democrática.

Si la negociación con Podemos nunca pudo prescindir del consentimiento, ¡aun pasivo!, del independentismo catalán, todas las expectativas sobre los resultados de hoy insisten en que ese consentimiento sería igualmente necesario para un Gobierno de izquierdas. Sin embargo, el escenario del pacto con los independentistas es ahora diferente. O debería serlo si la política española se tuviera respeto a sí misma. Ahora las dos fuerzas independentistas catalanas tienen a sus máximos líderes huidos o condenados por sedición. La conducta que los ha condenado no puede reducirse a una conducta individual, por así decirlo. No es la conducta de un condenado por corrupción, tipo alcalde de Majadahonda, ejercida sin el conocimiento y la complicidad del partido. Esquerra Republicana y Junts per Catalunya hicieron suya la conducta de sus dirigentes. Fue su conducta. Y lo fundamental: sigue siendo su conducta. Ninguna de las dos versiones de la deslealtad nacionalista, ninguna, ha abjurado de los hechos que llevaron a la cárcel a sus dirigentes. Todo lo contrario: de forma más o menos enfática los sediciosos recalcan que lo volverán a hacer. Para que lo veas bien voy a ponerte una gruesa lupa: supón que los máximos líderes de un partido político hubiesen sido condenados por corrupción, su partido hubiese hecho suya esa conducta y ahora dijeran que esa conducta era perfectamente lícita y decente y que volverán a tenerla en cuanto se de la oportunidad.

La sociedad política española ha encarado con una normalidad asombrosa la condena del Supremo y la subsiguiente reacción de los partidos condenados. Solo hay que ver, por ejemplo, los recientes debates electorales. Todos los candidatos han interactuado con los representantes de Esquerra Republicana y Junts per Catalunya con absoluta normalidad. Al debatir con ellos como con cualquiera ningún constitucionalista se ha permitido aludir al menos ¡al imperativo formal! Después de la condena suprema, que esos partidos, insisto, han mutualizado, los demócratas españoles no han ejercido presión alguna para que los independentistas dejaran de tener la sedición como principal rasgo de carácter. La mera posibilidad de que Pedro Sánchez pueda llegar a algún acuerdo activo o pasivo con los sediciosos que quieren seguir siéndolo debería llamar al escándalo democrático. Pero los partidos prefieren la comedia: la inane comedia de la Asamblea de Madrid pidiendo la ilegalización por las ideas. El tipo fácil de comedia que apelando a lo imposible evita encararse con lo que es difícil, pero necesario y posible. La especialidad de Vox o los lepenistas, perfectamente conscientes de que nunca habrán de convalidar en decretos sus astracanadas.

Forzado por la aritmética o repentinamente tocado por un vagabundo rayo de lucidez democrática es probable que el candidato Sánchez decida renunciar a una mayoría necesitada del apoyo sedicioso. Y llame al Partido Popular y a Cs a dejar expedito el camino para que pueda ser investido sin mácula. Es decir, que los llame a la abstención parlamentaria. Tanto PP como Cs han sido demasiado complacientes en campaña con la hipótesis de una abstención. Puede que haya razones tácticas en esa complacencia. Pero a partir del momento en que se conozca que Sánchez no puede gobernar sin su apoyo deberían dejar nítidamente descrita su posición: la única posibilidad de apoyar a Sánchez es gobernar con Sánchez. Sí, es un trago difícil. Un ricino de la peor especie. Comprendo que incluso sea dura la cercanía física. Pero la oposición tiene que asegurar, precisamente, el Gobierno. Y no hay gobierno posible –solo propaganda y reválida en el caos– con una mayoría que caducara con la investidura y con la cual Sánchez haría de su capa un sayo al día siguiente. Su falta de escrúpulos no garantiza que, incluso compartiendo el Gobierno, no se librara a la deslealtad. Pero las posibilidades se reducen. Es cierto, asimismo, que en la mayoría de gobiernos de coalición el damnificado electoral es el partido menos poderoso. Pero se trata de una tendencia y no de una ley. La tendencia tiene excepciones significativas como Esquerra Republicana, minoritaria en los tripartitos y hoy hegemónica. Y la tendencia, sobre todo, no examina cuál habría sido el destino electoral de esos partidos de no haberse sumado a la coalición. Por lo demás, mejor consumirse en el altar de la patria, ¿no es verdad, patriotas?

Los partidos constitucionalistas deberían además actuar rápido. Para que el marco postelectoral sea el gobierno de coalición y la única decisión posible el aceptarlo o no. Para que el Rey, Europa, el Ibex y el sursum corda, moi exactement, sepan a quién tienen que presionar. El lugar, hoy, de la oposición española es el Consejo de Ministros. Sea quien sea el vencedor.

Sigue ciega tu camino

A.