El principio de libertad religiosa implica que nadie debe soportar que el ámbito institucional político esté contaminado por la religión o sus símbolos. Pero también que aceptamos que existan ciudadanos provistos de una particular vivencia, la religiosa. La tolerancia implica, en este caso, evitar las descalificaciones del hecho religioso como una realidad ‘desviada’ o ‘anómala’.
Hay algo de profundamente malsano en la atención obsesiva que la sociedad española presta a la actuación de la Iglesia católica, en la reacción ante sus mensajes u opiniones, en el seguimiento que hace al más nimio de sus cambios internos. Y no me refiero sólo ni principalmente al pasmoso espectáculo que están dando nuestros políticos locales al opinar con soltura y desvergüenza sobre el nombramiento del nuevo obispo guipuzcoano, entrometiéndose en el funcionamiento interno de la Iglesia de una manera que incurre en lo directamente inconstitucional. Me refiero a algo más global y más hondo, que me atrevería a caracterizar como una situación de laicismo infantil y acomplejado.
Vivimos hoy en una sociedad secularizada, en la que el fenómeno religioso ha dejado de ejercer un papel de provisión de sentido y legitimación, para el mundo en su conjunto, y para el poder político en concreto. Y, sin embargo, en el caso de parte de la sociedad española la vivencia de su propia secularización no parece que sea tanto una experiencia de libertad como una de culpa y resentimiento. No parece sino que la ruptura de los fuertes lazos con que la Iglesia católica ha embridado históricamente a la sociedad se perciba subjetivamente más que como un nuevo estadio en la autonomía personal y mayoría de edad que se han conquistado trabajosamente, como uno de abandono y minoría de edad.
Porque hay mucho de protesta infantil en tanto y tanto airado crítico de la religión, que más parece no ser capaz de vivir sin ella -o contra ella- que estar habilitado para vivir al lado de ella con naturalidad, con interés cortés o con indiferencia. Hay una parte de la sociedad española que sigue viviendo con respecto a la Iglesia en una relación cuasifilial de amor-odio, que desemboca en general en el anticlericalismo. Ayudado para ello, cómo no, por esa especie de cruzada de los valores que la jerarquía española ha emprendido con un ardor que roza lo reaccionario.
Asombra comprobar cómo en nuestra sociedad se está difundiendo una idea borrosa (poco perfilada pero influyente) de que las religiones son en sí mismas un fenómeno negativo para la pacífica convivencia y que, en el fondo, son las religiones o los fundamentalismos religiosos los culpables de la violencia o el mal, tanto en la historia humana como en la actualidad. La religión está ocupando en la sensibilidad colectiva el papel que antes desempeñó, en la vulgata marxista, el desarrollo de las fuerzas de producción: es el factor que estaría detrás de todos los conflictos. Lo cual, con independencia de recaer en un unicausalismo sociohistórico simplista, es una valoración profundamente equivocada del papel del fenómeno religioso en la historia, en la que, en general, ha tenido un efecto benéfico. Siendo así, además, que el hecho religioso es probablemente un dato constitutivo de la experiencia social humana y, por ello, la simple idea de su condena global es contradictoria con nuestra propia existencia.
Un laicismo adulto es uno que acepta con naturalidad que una sociedad secularizada es al mismo tiempo una sociedad pluralista, en la que existen unos ciudadanos dotados de una trascendencia específica en su comprensión del mundo. Laico es el Estado, pero la sociedad no es ni laica ni religiosa, sino plural. El principio de libertad religiosa implica que ningún ciudadano tiene por qué soportar que el ámbito institucional político esté contaminado por la religión o sus símbolos (libertad negativa). Pero también implica que aceptamos que en nuestro derredor existan ciudadanos provistos de una particular vivencia, la religiosa (libertad positiva). Y que aceptamos que esa vivencia es muy importante para ellos, puesto que la experimentan como una relación con algo trascendente que está más allá de ellos mismos. La tolerancia implica, en este caso, evitar las siempre fáciles descalificaciones del hecho religioso como un conjunto de supersticiones heredadas del pasado o derivado directamente de la incultura, la ignorancia o el miedo. La libertad religiosa obliga al ciudadano agnóstico o ateo a apreciar la religión, por fuerte que pueda parecer esta afirmación. Tolerar la religión como la realidad ‘desviada’ o ‘anómala’ que padecen algunos ciudadanos no es verdadera tolerancia.
Un laicismo adulto no pierde el tiempo en pelearse con la Iglesia, ni en escandalizarse con sus errores o excesos (nunca peores que los nuestros propios). Más bien celebra que en estos tiempos de banalidad y superficialidad haya personas que todavía sienten que existe una reserva de sentido trascendente. Y procura trabajar con ellas.
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 22/12/2009