La batería de propuestas en materia de vivienda comprometidas por los dos grandes partidos constituye un buen indicio de que la clase política ha tomado nota —aunque tarde— de la urgencia por atajar las dificultades de acceso de los españoles a una residencia asequible.
Lo que no resulta tan halagador ni novedoso es la manera en la que han lanzado sus respectivas recetas, contraprogramándose con sendos anuncios —el domingo, el PP y el lunes, el Gobierno—, y remarcando las diferencias entre sus modelos.
Es verdad que las doce medidas adelantadas por Pedro Sánchez desprenden un marcado sabor intervencionista que se aleja del tinte liberal de las propuestas del PP.
No en vano, los fondos inmobiliarios alertaron a este periódico de que algunas de las propuestas (como la penalización de la compra de vivienda por parte de extranjeros extracomunitarios, el castigo al alquiler de uso turístico o de temporada, o la retirada de las ventajas fiscales a las socimis) o bien tendrán un impacto mínimo, o bien envían un mensaje contra los inversores foráneos que ahuyentará los capitales.
Pero es igualmente cierto que el Gobierno ha corregido la aproximación excesivamente reglamentista y persecutoria de los «rentistas» de ocasiones anteriores.
Sánchez se ha inclinado más esta vez por la vía de aumentar la oferta sacando más inmuebles al mercado (algo en lo que coinciden también los promotores), por dar incentivos mediante bonificaciones tributarias (exención del 100% del IRPF para particulares que alquilen su vivienda rebajando su precio al menos un 5%), y por otorgar garantías a propietarios frente a los impagos.
Es decir, tres puntos en los que los enfoques de socialistas y populares pueden encontrar un denominador común. Y en lo que sí existe ya consenso es en la disposición a reformar la bloqueada Ley del Suelo, que además cuenta con las simpatías del sector.
La necesidad de alcanzar un pacto de Estado por la vivienda no mana sólo de un desideratum moral, sino que se plasma como una exigencia de la aritmética parlamentaria.
Porque sólo unas horas después de presentar su plan de vivienda, el Gobierno ya constató que no cuenta con el apoyo de sus socios para sacar adelante varios de sus puntos. Un escollo notable en la medida en que al menos cinco de las doce reformas necesitan pasar por el Congreso de los Diputados.
El Ejecutivo pretende presionar al resto de fuerzas políticas para apoyar el plan invocando la desesperación ciudadana sobre la materia, amenazándoles así con que tendrán que hacer frente al coste político si no facilitan la tramitación de las medidas.
Pero es un error que el Gobierno quiera reincidir en su lógica política del chantaje. Una cuestión tan fundamental como la de la vivienda requiere altura de miras, y no debe ser instrumentalizada para disputarse la bandera de su promoción o para desgastar a los rivales políticos.
Y tampoco puede soslayarse la cuota de responsabilidad del PP en la falta de acuerdos sobre vivienda. Porque fue el PP quien, al negarse a respaldar la Ley del Suelo, forzó al PSOE a retirarla del Congreso el pasado mayo.
Qué duda cabe de que el espíritu cismático y beligerante de Moncloa-Ferraz, evidenciado en el grueso de su actividad legislativa, dificulta mucho la creación de un clima de concordia del que puedan salir soluciones consensuadas.
Pero, tal y como ha demostrado este martes Feijóo al anunciar el voto favorable de su grupo al último tramo de la reforma de las pensiones del Gobierno, existe un margen para sobreponerse a las penosas circunstancias de confrontación que empantanan nuestra vida política.
La cuestión de la vivienda, el mayor problema para los españoles y uno de los temas que marcará la legislatura, requiere para su abordaje de unas actuaciones cuya ambición y alcance obligan a un acuerdo entre los dos grandes partidos, tal y como ha reclamado el sector inmobiliario.