ABC 07/03/15
SERAFÍN FANJUL ES MIEMBRO DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA
LA frase se ha utilizado y desgastado tanto, que antes de usarla es preciso ajustarse bien los machos. Demagogos, poetas malos –metidos o no en política– y la simple ingenuidad de gentes con poco bagaje cultural han apelado con frecuencia al «pedazo de pan», resumen simbólico del alimento. Sin embargo, cuando acompaña a verdaderos sucesos trágicos y no a retórica barata, recobra toda su sencilla carga emocional y muestra, sin ficciones, el sufrimiento de quienes, por hambre, padecen además la muerte. Nada más dramático que perecer trabajando, luchando por ganarse la vida. Y no nos extendemos sobre mineros, pescadores o albañiles para no caer en lo que criticamos.
Desde hace muchos años, Egipto vierte sus excedentes de población (más bien de superpoblación) en los países árabes cercanos: Arabia, el Golfo, Libia, Jordania, Iraq. Los hemos visto en los hoteles, en la construcción, trepando a las palmeras, sacando adelante la pobretona y sedienta agricultura del Jordán este, en los secarrales que ofician de parques en Basora, al atardecer, con sus merienditas de nada y sus tamborcillos para sobrevivir a la nostalgia. Antes de que Saddam se metiera a conquistador. Ya en tiempos de ‘Abd en-Naser empezó el éxodo, la búsqueda del «bocado de pan», como se dice en árabe. Entre los cristianos, los mejor situados y preparados –población urbana con estudios– habilitaron vías para emigrar a Canadá, Australia, Europa. Del todo. Los menos ilustrados, con más baja cualificación profesional y técnica –los braceros, vaya–, soñando siempre con regresar a Egipto, hubieron de conformarse con Libia, Iraq, la Península Arábiga, en los países donde los admitían, pese a su condición de apestados, es decir de cristianos. Porque –entérense, cantamañanas de la Alianza de Civilizaciones, o de «las nuevas estrategias ante el yihadismo»– la discriminación, persecución y aplastamiento de las minorías cristianas viene de muy atrás y no es que ahora esté aflorando algo contenido, tan solo se ve.
En la actualidad, la multiplicación de contactos, la celeridad de la electrónica y el estallido islamista han comenzado a mostrar lo que había y hay, y el islamismo arrasador –que ha liquidado, con ayuda occidental, el panarabismo político en Egipto, Libia, Iraq, Siria y por tanto la relativísima tolerancia hacia los cristianos– ya no tiene por qué seguir disimulando con idílicas historietas de armonía exquisita y poética entre las Tres Culturas, ni jugando al diálogo con los heroicos escapistas de por aquí, siempre dispuestos a cualquier cosa menos a admitir la realidad: no faltan periodistas que afirmen, campanudos y enterados, que «los Hermanos Musulmanes son islamistas pero no son musulmanes», con un servidor patidifuso cogitando que, por consiguiente, Torquemada no era cristiano porque hacía cositas feas. En puridad, no, fulminará el enterado, para perderse en abstracciones y en su auxilio acudirá –con idéntico razonamiento– un tal Alberto Garzón («Un delincuente no puede ser de izquierdas») y aun si rebuscamos en la Historia hallaremos el testimonio de Heródoto cuando cuenta que los persas de su tiempo creían que entre ellos el parricidio era imposible y si un hijo ultimaba a su progenitor se debía a que, de hecho, no era su verdadero padre: la escapatoria siempre asegurada para no asumir el esfuerzo, el riesgo, el compromiso frente a la barbarie.
El secuestro y asesinato del arzobispo caldeo católico de Mosul, Paulos Faray Rahho, en 2009, fue el primer aldabonazo que trascendiera, pero sólo constituía un eslabón en la muy larga cadena de incendios, atentados contra iglesias (no más los bares se atacan y queman con tanto entusiasmo), muertes y graves discriminaciones contra cristianos. En el momento presente, para incrementar el horror y por tanto el terror en este Occidente tembloroso, vuelven a viejas prácticas: crucifixiones, hogueras, decapitaciones, esclavitud y destrucción de vestigios culturales y religiosos anteriores o ajenos al islam («Tiempos de ignorancia» llaman a la historia preislámica y por consiguiente indignos de merecer ningún respeto). Es cierto que en un pasado no lejano la aviación angloamericana no titubeó en pulverizar las catedrales y museos de Alemania y que en nuestra Guerra Civil abrasar templos o machacar estatuas fue un jolgorio para los rojos. Y un solo recuerdo, ya que va de martillazos en Nínive: el San Juanito de la Sacra Capilla del Salvador en Úbeda, una de las tres obras de Miguel Ángel que se hallan fuera de Italia, fue picado y triturado con mazo por milicianos republicanos (feliz y milagrosamente restaurado en nuestros días gracias al Duque de Segorbe). Pero de nada de esto nos enorgullecemos. Incluso experimentamos una sacudida de repulsa, cuando se trata de casos comprobados. Sin embargo, la misma tibieza en la respuesta por vandalismo anticultural encontramos frente a las matanzas de cristianos y no vemos por ninguna parte camisetas, ni pancartas ni manifestaciones que proclamen «Yo soy Guergues ( Jorge), yo también soy copto». Y mejor que camisetas y palabras, aprestemos la legislación, la política y las armas para defendernos, porque no van de broma.