LUIGI FERRAJOLI-ABC

  • Se trata de restablecer el pacto de convivencia estipulado en la Carta de la ONU

Han pasado cuatro años desde que se fundó, el 21 de febrero de 2020, el movimiento destinado a promover una Constitución de la Tierra. Desde entonces, todas las grandes catástrofes globales que amenazan la supervivencia de la humanidad y con las que justificamos nuestra propuesta de constitucionalismo global se han agravado enormemente.

En primer lugar, la guerra, o más bien dos guerras insensatas: la agresión criminal de la Rusia de Putin contra Ucrania y la guerra de Israel contra la población palestina de Gaza, en respuesta a la terrible masacre terrorista del 7 de octubre llevada a cabo por Hamás. Dos guerras unidas por el odio a la identidad, por el hecho de que ambas carecen de ley y de política, y por el doloroso aval que el debate público ofrece a su prolongación como guerras interminables, como masacres inhumanas de personas inocentes.

En segundo lugar, el empeoramiento del calentamiento global, que avanza sin obstáculos hacia el punto de no retorno: las inundaciones, las sequías, el gran calor y el gran frío, el derretimiento de los glaciares, los incendios y los tornados, el aumento del nivel del mar y la desecación de los ríos y lagos nos dicen que nos estamos comportando como si fuéramos la última generación que vive en la tierra, mientras que los que podrían ponerse de acuerdo para evitar las catástrofes no hacen nada, salvo aprobar leyes punitivas contra los jóvenes que intentan abrirles los ojos con sus denuncias.

En tercer lugar, el crecimiento exponencial de la desigualdad mundial, con su séquito de terrorismo, fundamentalismo y migración masiva. Según el informe de Oxfam de 2024, la riqueza de las cinco personas más ricas del mundo se ha duplicado con creces en los últimos cuatro años, pasando de 405.000 millones en 2020 a 869.000 millones en la actualidad, mientras que el 60% de la población mundial está empobrecida, el trabajo forzado ha aumentado y en todo el mundo las grandes rentas del capital tributan mucho menos que las rentas del trabajo precarias.

Estas catástrofes no son, ni pueden ser, abordadas por las políticas nacionales, inertes e impotentes porque están ancladas en los estrechos espacios de las circunscripciones electorales y en el corto tiempo de las elecciones y los sondeos. Y, sin embargo, es seguro que 8.000 millones de personas, 193 Estados soberanos, nueve de ellos equipados con armas nucleares, un anarcocapitalismo voraz y depredador y un sistema industrial ecológicamente insostenible, no podrán sobrevivir durante mucho tiempo sin producir catástrofes capaces de poner en peligro la habitabilidad del planeta y la supervivencia misma de la humanidad.

Por lo tanto, frente a esta trayectoria y a la ceguera e irresponsabilidad de las clases gobernantes de todo el mundo, vuelve a plantearse la necesidad de un despertar de la razón. La paz, la igualdad y los derechos universales ya están consagrados en la Carta de Naciones Unidas y en las numerosas cartas de derechos que abarrotan nuestro derecho internacional. Pero las declaraciones de principios no son suficientes. Lo que se necesita es una innovación radical en la estructura misma del paradigma constitucional: la provisión y construcción de avales e instituciones de garantía internacionales, capaces de poner en práctica los principios proclamados. La paz y los derechos son los fines enunciados en las numerosas cartas de que disponemos. Las garantías son los medios sin los cuales los derechos establecidos son palabras, destinadas a quedarse en papel mojado.

Se trata, en resumidas cuentas, de restablecer el pacto de convivencia estipulado en la Carta de la ONU mediante la imposición, en interés de todos, de estrictos límites y restricciones constitucionales a los poderes indómitos de los Estados soberanos y de los mercados globales: la prohibición de todas las armas, no solo nucleares sino también convencionales, para garantizar la paz y la seguridad; la creación de un dominio planetario que rescate de la mercantilización y la disipación los bienes comunes de la naturaleza, como el agua potable, los ríos y lagos, los grandes bosques y los grandes glaciares de cuya protección depende la supervivencia del género humano; el establecimiento de servicios sanitarios y escolares mundiales, para garantizar los derechos a la sanidad y a la educación, hasta ahora proclamados en vano en tantas cartas y convenios; un sistema tributario mundial progresivo, que ponga fin a la acumulación ilimitada de riqueza y sirva para financiar las instituciones de garantía internacionales.

Esto es lo que planteábamos en el borrador de una Constitución de la Tierra que publiqué en el libro ‘Per una Costituzione della Terra. L’umanità al bivio’, editado en 2022 e inmediatamente traducido al español por Perfecto Andrés Ibáñez, ‘Por una Constitución de la Tierra’, para la Editorial Trotta. Hasta ahora, en los numerosos debates que se han mantenido sobre este proyecto, no ha habido ninguna crítica a sus méritos. La única objeción era su carácter utópico: se trataba de un sueño, que nunca podrá hacerse realidad porque no hay alternativas a lo que de hecho sucede. Es el realismo vulgar el que naturaliza la realidad social –la política, el derecho, la economía– que es, en cambio, fruto de nuestras acciones o de nuestra inercia.

La alternativa, por el contrario, siempre existe, y construirla depende de la política. Este es el realismo racional de todas las constituciones avanzadas, que, frente a las injusticias y catástrofes provocadas por el juego natural de las relaciones de poder, prefiguran y prescriben los principios de paz, igualdad, derechos y dignidad de todos los seres humanos como personas. Es también el realismo que, durante un debate en un instituto de Piombino, expresaba un chico de 18 años: no me preguntó cómo sería posible alumbrar una Constitución de la Tierra, sino, por el contrario, cómo ha sido posible que, hasta ahora, ante tantas catástrofes globales y tantos peligros anunciados, aún no se haya elaborado una Constitución similar.

Por supuesto, la perspectiva de un constitucionalismo global está destinada a encontrar obstáculos muy poderosos: en la miopía de la clase política, interesada en mantener sus pequeños poderes y privilegios, y en los intereses, igualmente miopes si quieren tener un futuro, de las grandes potencias económicas y financieras. Por otro lado, los tiempos de los procesos constituyentes son mucho más lentos que los procesos destructivos llevados a cabo por los crímenes de sistema. Pero frente a los desafíos y amenazas que unen a todos, pobres y ricos, débiles y fuertes –la Tierra, dice un viejo eslogan, es el único planeta que tenemos todos–, es inevitable un despertar de la razón. Todos estamos en el mismo barco, y debemos ser conscientes de que la presencia de la humanidad en la Tierra es un fenómeno efímero, que puede acabar y probablemente acabará si no hay un cambio de rumbo. El verdadero gran problema es el tiempo. Tenemos poco tiempo –50 años, tal vez uno o dos siglos– y es posible que no podamos cambiar nuestra ruta a tiempo.

SOBRE EL AUTOR

LUIGI FERRAJOLI

es profesor emérito en el Departamento de Jurisprudencia de la Universidad Roma III