CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO-El Mundo
El 12 de mayo escribí en estas páginas sobre la creciente influencia del lobby feminista en la redacción de El País. El jefe de Opinión del periódico, José Ignacio Torreblanca,se enfadó. Mucho. Así me lo hizo saber por persona interpuesta y también a la cara, en un encuentro casual en el hotel Palace. El pasado lunes, Torreblanca fue destituido de forma fulminante. En su despacho brilla ahora la columnista Máriam Martínez-Bascuñán. El País la ha presentado así: «Es especialista en teoría política y pensamiento feminista». Bien. Podría hurgar en la herida, pero para qué. En realidad, donde quiero escarbar es en la primera de las dos especialidades de la nueva jefa de Opinión del nuevo El País. Martínez-Bascuñán está entre los 60 ilustres firmantes de un simpático manifiesto titulado Renovar el pacto constitucional. Y esto tiene interés por dos motivos. Primero porque, en un bandazo sin precedentes en la historia del periodismo universal, El País se ha convertido en el oráculo, prescriptor ideológico y máximo defensor de su hasta ayer ridiculizado Sánchez. Y, segundo, porque la agresión nacionalista a la Constitución del 78 sigue siendo el primer problema español. Así que ahí va: un fisking al manifiesto avalado por la jefa de Opinión de El País, que, casi como en los viejos y crispados años 90, es como decir al Poder.
Renovar el pacto constitucional.
Hasta hoy el independentismo ha encontrado el repliegue estatal como única respuesta. Pregúntenselo a Oriol Junqueras, 225 días en Estremera. Pero los errores de los dirigentes catalanes el golpismo, ‘peccatta minuta’ no pueden seguir sirviendo de excusa al inmovilismo eufemismo de aplicación de la ley. Más pronto que tarde será necesario empezar a hacer autocrítica. El clásico «ven, siéntate, que te hago la autocrítica». Con ocasión del referéndum escocés, desde Inglaterra se emitieron estos mensajes: «We love you Scotland», «We’re better together in UK». La hispanofobia disfrazada de anglofilia. Por cierto, Torreblanca escribió en su día un muy buen artículo sobre el tema. No son palabras de amor ‘senzilles i tendres’(copyright: Serrat, el facha) ni de reconocimiento las que se han escuchado entre nosotros. En lugar de tender puentes con los ingenieros en convivencia Carles Puigdemont y Quim Torra, hemos ido ahondando en el desencuentro con los fraternales Comités de Defensa de la República (sic).
Las reivindicaciones nacionales ojo, na-cio-na-les catalanas, vascas, gallegas o de otros territorios con demandas de carácter identitario (Comunitat Valenciana, Illes Balears…así, en toda su cooficialidad) no deben entenderse como una amenaza a la democracia española lo es ni a la unidad del Estado lo es, sino como aspiraciones legítimas de una parte de la ciudadanía libremente expresadas en una sociedad plural y democrática que, como tales, han de ser atendidas nótese el imperativo por todos y entre todos y también por todas y entre todas, supongo procurando acomodos manera pujoliana y viscosa de decir cesiones que no violenten la convivencia en común. Sobra el común.
Si ha sido posible modificar la Constitución para reconocer el derecho de sufragio pasivo de quienes ostentan la ciudadanía europea o para establecer una nueva regla del déficit reformas que no destrozan la igualdad de los ciudadanos, con mayor razón deberíamos poder reformar la Constitución de 1978 en un sentido federal el gamusino socialdemócrata para, profundizando en su espíritu de integración más bien de centrifugación, acomodar otra vez acomodar mejor esas reivindicaciones de naturaleza identitaria la identidad: el vínculo entre las dos especialidades de Martínez-Bascuñán que, bien entendidas y gestionadas, han de conducir a una España más menos cohesionada, más menos tolerante y más menos estable. Nada hay de antidemocrático en todo ello. Y mucho en el nacionalismo. Los procedimientos de reforma (art. 167 CE) y de revisión (art. 168 CE) no figuran en la Constitución para que ésta pueda ser reformada, sino para que sea reformada. Formidable argumento según el cual también estaríamos obligados a aplicar el art. 116 CE que regula el estado de alarma, excepción y sitio.
El origen más inmediato del actual conflicto con Cataluña tiene uno de sus referentes en la sentencia constitucional 31/2010. El agujero donde convergen los discursos nacionalista y ‘pesecero’: la culpa no es del que rompe la ley, sino del que la aplica. Y Pujol nunca existió. Esta sentencia desconoció un pacto que se sitúa en el corazón desde luego no en la cabeza de la Constitución de 1978, a saber: las comunidades históricas aceptan que carecen de poder constituyente (nunca tendrían una constitución propia como en los estados federales) y, a cambio, los Estatutos de Autonomía aprobados por la mayoría absoluta de las Cortes no podrían aplicarse si no eran previamente refrendados por el pueblo de la comunidad autónoma destinataria de cada uno de ellos. Genial aportación de otro Gobierno socialista: la eliminación, en 1984, del recurso previo de inconstitucionalidad. Era un acuerdo de equilibrio, un pacto entre personas que, teniendo sentimientos identitarios distintos insistamos ahora con Popper: la identidad es individual, nunca colectiva buscaban una fórmula de compromiso para seguir viviendo juntos.
El recurso de inconstitucionalidad promovido por el Partido Popular entra en escena el ogro, la bestia entonces presidida por un registrador de la propiedad en excedencia y pronto otra vez en activo al recurrir un estatuto aprobado por la mayoría absoluta del parlamento que representa al pueblo español y votado favorablemente por la ciudadanía de Cataluña, dinamitó ese acuerdo esencial. El separatismo comete errores; el PP dinamita. El Tribunal Constitucional desconoció ese pacto y como consecuencia de ello entró en el fondo del recurso mediante una sentencia interpretativa de amplio alcance que no contentó a nadie la popularidad no mide el valor de una sentencia. ¿O eso era sólo antes del juicio de ‘La Manada’? y, como consecuencia de todo ello, la ciudadanía catalana ojo al sujeto soberano se sintió con razón engañada pobre pueblo, rousseauniano, sin responsabilidad alguna, pues el Estatuto que «España» concepto aparentemente disociado de los catalanes le había dado y que ella había aceptado resultaba ser mucho más reducido de lo que se había dialogado y acordado, sin dar opción a que el legislador catalán pudiese interpretar su Estatuto en el sentido constitucionalmente más adecuado por ejemplo, ejerciendo un fantasmagórico y disolvente derecho a decidir. El TC impuso una visión unilateral del pacto constitucional no como los referéndums del 9-N y el 1-0, que fueron súper multilaterales, que dejó a Cataluña sin un texto aprobado por las Cortes y por su propio cuerpo electoral.
A partir de aquel día el Título VIII de la Constitución quedó herido de muerte. El TC, sobre el cadáver de la Constitución: «La maté porque era mía». La ulterior jurisprudencia constitucional solo ha venido a reafirmar aquella desafortunada decisión y sus efectos más involucionistas. Sutil alusión al autoritarismo; a los fachas, vaya. La pésima gestión de la crisis catalana y de la crisis económica hoy España crece al 3%, más de la media europea han conducido a una imparable e intensa recentralización. ¿Lo dirán por el Estatuto que preparan Bildu y el PNV del moderado Urkullu? El Estado de las Autonomías se ha convertido en una apariencia, en envoltorio vacío de contenidos inciertos. Salvo en aspectos simbólicos y organizativos puntuales como la participación de los Mossos d’Esquadra y de TV3 en una revolución secesionista o la próxima reapertura de embajadas antiespañolas en Washington, Roma, Londres y Berlín, las comunidades autónomas carecen de facultades para desarrollar políticas públicas propias: el Estado se ha apoderado de las competencias compartidas, los títulos horizontales se han multiplicado exponencialmente, las bases ya no son un mínimo común denominador, sino regulaciones uniformes que se imponen en todo el territorio… Todo camina hacia atrás, como si el diseño territorial de 1978 hubiese sido un error que debe ser corregido devolviendo poderes al centro. La fantasía de cada vez más españoles, según el CIS.
Frente a esa tendencia que desconoce que una España en libertad es una España en la que deben convivir los diferentes exactamente lo que niegan todos los nacionalistas allí donde pisan, somos muchos los que creemos que es posible renovar el pacto constitucional dentro de un espíritu de concordia, sin humillaciones, sin vencedores ni vencidos. Por fin el eslogan. Nunca falla. Se usó ante el terrorismo de ETA y ahora ante el separatismo. Y su traducción a los hechos es la impunidad de los delincuentes: los indultos que en su día reclamó Iceta y con los que ahora sueña la ministra Batet.
Somos muchas personas las que apostamos por una salida civilizada los demás, en cambio, somos unos bárbaros del contencioso en el que se encuentra España, en la que se reconozca su diversidad identitaria. Y dale con las identidades colectivas. Somos muchos los que creemos que es posible, como en otras muchas democracias de nuestros días ¿cuáles?, avanzar hacia una «unión» no sé por qué las comillas en la que estén todos, mediante un proyecto político federal, en el que el respeto a la diferencia sea una fortaleza que a todos nos iguale. De verdad: ¿por qué lo llaman federal cuando quieren decir confederal y por qué hablan de igualdad cuando promueven la discriminación?
En 1998 sobre el conflicto del Quebec, el Tribunal Supremo de Canadá emitió una sentencia modélica no como las españolas, claro por la forma en que reconcilió constitucionalismo y democracia como si fueran conceptos enfrentados, satisfaciendo a todas las partes. El principio democrático queda definido de esta manera en el punto 64 de la sentencia:
«La democracia no se agota en la forma en la que se ejerce el gobierno. Al contrario, la democracia mantiene una conexión fundamental con objetivos sustantivos, el más importante de los cuales es el autogobierno. La democracia da cobijo a las identidades culturales y grupales. Dicho de otra manera, el pueblo soberano ejerce su derecho al autogobierno a través de la democracia». Perogrullo, aunque sea en francés.
Sobre la base de ese principio la Constitución Española podría ofrecer una propuesta constitucional inclusiva se ve que la actual no lo es que asegurase la concordia y ofreciese estabilidad y seguridad para una generación. ¿Sólo para una generación? ¿Menos tiempo que del 78 hasta hoy? Qué poca ambición.
Azotados por las noticias que a diario se suceden, vivimos ahora en un tiempo en que no se ve la luz. La confrontación, el desencuentro, la herida, se amplían ante nuestros ojos. La lírica terminal. Sin embargo, antes o después, esa sucesión de infortunios de los que, al parecer, sólo son culpables los constitucionalistas tiene que dejar paso a un momento de calma en que se pueda hablar de todo, de modo inclusivo, en el mutuo reconocimiento y la solidaridad interterritorial en realidad es interpersonal, con una solución constitucional válida para todos. Y muy especialmente para algunos. Los de siempre. Los de arriba.
Fin de la cita.
Ana Patricia Botín —junto con el ex presidente de Indra Javier Monzón, la persona que ahora manda de verdad en el Grupo Prisa— dijo hace unos días dos cosas importantes para entender l’air du temps. Et du pays: «Hace diez años no era feminista, pero ahora sí lo soy» y «hay que volver a enamorar a los catalanes». Sigo en modo fisking: ¿A cuáles exactamente? El sanchismo es como el zapaterismo pasado por el efecto Flynn, ese que, según un interesante estudio noruego publicado esta semana, se manifiesta en que la gente nacida después de 1975 tiene un coeficiente intelectual cada vez más bajo. Uf, me salvo por dos meses. El sanchismo cree que existe una salida retórica al desafío separatista. Paraules… Pero la política es como el amor, y esto lo entenderán también las nuevas feministas: sólo es verdadero, sólo es creíble, cuando viene acompañada de una voluntad inequívoca de llegar hasta el final. Atrévanse, pues, a proponer una España de castas territoriales. Y sobre todo dejen de promover manifiestos sencillos, tiernos y polvorientos.