Cuando Montilla pide a los inmigrantes que hablen en catalán para ser un solo pueblo, reconoce implícitamente que la fractura lingüística es una fractura social. En el paisaje inmediato de las cuitas financieras asimétricas, surge un desesperado intento de marcar distancias con el resto autonómico y sus crecientes lenguas propias. Pero será vano. Cuando los nacionalistas catalanes se mueven, se mueve con estrépito su corte de latas y cencerros.
Querido J:
Feliz Navidad, amigo mío. Es lo que tenemos los ateos, que hacemos lo que nos da la gana. Una amiga muy católica («hoy no estoy muy católica» se decía en España para dar cuenta de un episodio de mala salud) me preguntaba con cierta zumba cómo es posible que los ateos celebremos la Navidad. Le contesté que por la misma razón que tenemos amigas del alma, y no hubo más. Pero, por desgracia tengo que dejarte de hablar de Dios. Hay asuntos más urgentes. Don José Montilla, lo habrás adivinado. Inexorablemente su figura se agiganta. Va sintiéndose cada día más suelto, más presidente, y sus intervenciones en el debate público son cada vez más frecuentes. Yo me alegro. Es probable que en estas última semanas, en las que se ha puesto a un paso de la pura verborrea, su actividad haya estado marcada por el inevitable fracaso de la financiación autonómica. Se interprete lo que se interprete del Estatuto vigente (vigente, pero aún sujeto a la dilatadísima interpretación del Tribunal Constitucional), Cataluña no va a negociar bilateralmente con el Gobierno del Estado al margen de las sucesivas bilateralidades que el mismo Gobierno está acordando con Madrid, Valencia, Galicia o Andalucía. La bilateralidad explícita o presunta del Estatuto catalán es puro papel muerto. Los socialistas catalanes ni siquiera amenazan bilateralmente: incluso esa representación sucesiva de sus diferencias con el PSOE está llamada a convertirse en un lugar común, desde el mismo momento en que la presidenta de la Comunidad de Madrid se ha erigido en la principal disidencia de Rajoy. En España no hay otra asimetría que la del concierto vasco. Pero es un camino muy costoso e incierto y no es probable que el socialismo nacionalista catalán se decida a recorrerlo.
Una prueba más de la imposibilidad de una bilateralidad unilateral acaba de darla el presidente de la Xunta de Galicia. Durante muchos años (toda la vida nuestra, para qué disimular) los nacionalistas catalanes han insistido en el rasgo diferencial de la lengua. Se basaban en un hecho que al inicio de la transición política no tenía discusión: en España había dos lenguas, el castellano y el catalán. Así era atendiendo al peso demográfico y a la tradición literaria. El vasco era poco más que una suma dispar de dialectos, que usaba un tanto por ciento ínfimo de la población, y el gallego, poco más que un habla de la que algunos poetas habían hecho una lengua esporádica. Pero eso fue hace más de 30 años. Hoy todo va muy rápido, también para las lenguas. Y 30 años dan para mucho. A falta de elementos de diferenciación, el «hacer lenguas» se ha convertido en una de los prioridades de los gobiernos autonómicos. No hará falta que me refiera al gallego y al vasco: a la lengua y a sus lenguaraces. Me referiré al aragonés, al eonaviego, al andaluz, a la fala del Jálama, al aranés y al castrapo, por aludir a algunas que me resultan especialmente simpáticas. Y espero que ningún filólogo se escandalice por esta mezcla de hablas, dialectos y lenguas, porque es la política, y no la filología, la que resulta operativa en estas distinciones.
La proliferación lingüística ha acabado haciendo inútil el empeño nacionalista catalán por presentar su lengua como un hecho diferencial. No es que cualquiera pueda tener y tenga hechos diferenciales; al fin y al cabo esto no dejaría de ser la habitual materia opinable que genera un planteamiento abstracto. Es que todos tienen lengua; lo que bien puede probarse abriendo la boca. Es muy significativo que sea el presidente gallego el que haya hecho esta reivindicación económica sobre la lengua propia. Y aún más significativo es el helado silencio catalán ante la propuesta. A fin de seguir cultivando la especie de la singularidad, los nacionalistas catalanes son capaces hasta de renunciar a la lengua. No les gusta lo más mínimo esta proliferación. Y una de las razones del disgusto es su absoluta falta de argumentos. Han insistido siempre en la especie de que todas las lenguas son iguales. Absurda especie, desde cualquier punto de vista. Desde el más elemental, también: una lengua es sinónimo de diversidad, y no hay palabra que le pegue menos que la igualdad. Pero los nacionalistas catalanes la han utilizado con la intención de relativizar el peso de la demografía o de la tradición literaria; es decir, para reivindicar el catalán frente al castellano. Ahora reciben una dosis de su propia medicina: y no tienen antídoto frente al castrapo.
En este paisaje de fracaso anunciado e inexorable don José Montilla ha tomado, como te decía, la palabra. Te haré una confesión, que no quisiera que sonara irrespetuosa: creo que en la palabra del presidente de la Generalitat el acto de la pura enunciación, su necesidad pragmática, se impone a cualquier decisión sobre el contenido. Verás. Este miércoles el Gobierno catalán homenajeó al presidente Macià en el 75 aniversario de su muerte. Allí estaba don José Montilla, honrando a su antecesor. Lo que dijo. Estarás de acuerdo en que un nacionalista puede decir palabras bonitas sobre Macià. Su patriotismo. Su sentimentalidad. Su valor. Su idealismo. Cualquier sustantivo de esta honorable gama. Pero don José Montilla debe de ponerse nervioso en presencia de algún antecesor, sea Pujol, Companys o Macià. El ante tales presencias. Es así que habló de Macià como un ejemplo de político ¡realista! Macià, y su Prats de Molló; Macià, y su República Catalana. ¡Realista! De entre todos los adjetivos del mundo don José Montilla hubo de escoger realista.
Días antes había hecho otra notable afirmación en el contexto de los obligatorios protocolos para la emigración que acaba de redactar su gobierno. Dijo, justificando que se exigiera a los inmigrantes el conocimiento de catalán, que era preciso que hablaran catalán (y en público) para ser así un solo pueblo. Insisto en que no estoy del todo seguro de que el presidente catalán sepa lo que dice. No quiero ofenderle: sólo poner en evidencia su piloto automático. Pero, a pesar de mis recelos, es la frase de una autoridad y tiene efectos performativos al modo de gritar ¡fuego! en un teatro repleto. La frase es el negativo exacto de lo que la izquierda ha venido diciendo (y alardeando) desde la dictadura franquista. Esto es, que la noción de pueblo no era identificable con la lengua; y que no podía, en consecuencia, hablarse de dos comunidades catalanas. El supremo y repetido alarde de la izquierda consistía en recordar que ahí estaba ella para evitar esa fractura. Ahora, cuando don José Montilla pide a los inmigrantes que hablen en catalán para ser un solo pueblo, reconoce implícitamente que la fractura lingüística es una fractura social y que la fractura existe. ¡Con lo que habían trabajado ellos! Te reconozco que es muy fuerte la tentación de interpretar sus palabras como la franca e imprudente exhibición de lo que la izquierda catalana ha pensado siempre. El final de la comedia bilingüe (¡de la política de mano izquierda!), ahora que Juan Marsé ya ha ganado el Cervantes. Veremos. Por lo pronto, y en el paisaje inmediato de las cuitas financieras asimétricas, resulta un nuevo y desesperado intento de marcar distancias con el resto autonómico y sus innumerables y crecientes lenguas propias. Pero el intento será vano. Cuando los nacionalistas catalanes se mueven, se mueve con estrépito su corte de latas y cencerros. La cencerrada autonómica. Lo que les pasa a los viudos en sus segundas bodas.
Sigue con salud.
A.
Arcadi Espada, EL MUNDO, 27/12/2008