Ramón Tamames-ABC

  • La situación del Rey Emérito sigue siendo preocupante. Con dolor para él y muchos españoles, sigue en el exilio

Entraré en materia rápidamente, señalando que entre los libros que he escrito, el último de ellos, ‘Pentagonía. Acta final’ (Editorial Séneca), ha sido para mí tal vez el más difícil. No sé si porque he pretendido abarcar mucho con sus cinco partes, de las cuales las cuatro primeras son de hechos reales: cosmología, buen gobierno, historia y longevidad. Que se completan con una quinta de historia-ficción. El libro ya ha sido comentado por algunos escritores y lectores de talla. Empezando por el prologuista, Juan Manuel de Prada, quien, con gran emoción del autor, propinó al escrito de referencia el epíteto de «elixir de juventud, rompiendo muchos moldes literarios y cuyo texto acabamos por devorar». Gracias, Juan Manuel. También aprecio en alto grado la carta de un lector, con algunas frases que me dieron no poco de meditar, al decir que «el libro es superinteresante y me ha desvelado muchas cosas que no sabía ni que existían. Ha sido una maravilla leerlo». La frase es de Juan Abelló, empresario, académico y estudioso de la Historia. También gracias, Juan.

Para mí, ‘Pentagonía. Acta final’ es un texto que pretende inquietar al lector, con páginas que no son las más propias de una odisea feliz y tranquilizadora, sino que ilustran un cambio continuo de casi todas las cosas, con un elán que explica el sentido de la vida, que decía Henri Bergson. En cualquier caso, quiero manifestar al lector mi asombro sobre cómo hechos y circunstancias con fondo de eternidad cabe, sin embargo, comprenderlos en existencias tan cortas como la vida de los humanos. Pero, sobre todo, querría destacar aquí lo de la parte quinta del libro, como de auténtica historia-ficción: se trata de explicar lo que puede pasar con ideas a desarrollar de cara a un futuro asumible, por protagonistas que están en la realidad de hoy y tal vez esperando a desarrollar sus funciones. En ese sentido, la abdicación del Rey Juan Carlos I está claro que no tuvo fácil encaje, en gran medida por sus actividades económicas, que suscitaron problemas de legalidad.

Esa situación trató de resolverse con algunos reajustes fiscales que no resolvieron nada. Y, a la postre, la pretendida solución final e inesperada fue una especie de destierro, o de exilio más o menos forzado, del Rey Emérito, que ya dura más de cinco años en Abu Dabi (Emiratos), con muy poca movilidad para el Rey exiliado, consecuencia de la espada de Damocles que durante un tiempo supuso la Justicia británica, con base en las denuncias presentadas en Londres por la señora Larsen, persona en otro tiempo muy relacionada con el ahora Emérito. Hasta el momento en que el más alto tribunal de Inglaterra archivó la causa, por entender que el Rey de España hasta 2014, cuando abdicó, estuvo protegido por la inmunidad de su condición de Jefe de Estado.

No obstante, la situación del Emérito sigue siendo preocupante. Con dolor para él y muchos españoles, sigue en el exilio. Cuando lo cierto es que su papel histórico como Rey democratizador tuvo el más alto sentido político, y fue reconocido por prácticamente todos, tirios y troyanos. Especialmente tras lo sucedido el 23 de febrero de 1981, cuando en un mensaje por televisión y con el Gobierno retenido en el Congreso de los Diputados –rumorologías aparte– dio las indicaciones precisas, adecuadas, en pro del más riguroso e inmediato cumplimiento de la Constitución. Ante lo cual hay que preguntarse si ese mensaje al país no fue el impulso del tan escasamente citado artículo 8 de la Constitución, que tiene un importante contenido (repásenlo).

Felipe VI le sucedió el 3 de octubre de 2017 algo no tan distinto, cuando en célebre discurso televisado apoyó la aplicación del artículo 155 a la Generalitat de Cataluña, de cuyos diputados una parte votaron la independencia unilateral. Aquel mensaje a la Nación fue más que un apoyo al Gobierno.

En los dos casos citados, de 1981 y 2017, hubo verdadero entusiasmo popular por tales actuaciones en directo desde la Jefatura del Estado. Y aquí viene lo más importante de la parte quinta de la ‘Pentagonía. Acta final’, que en el libro en cuestión se describe minuciosamente una institución que puede ser decisiva. Que propusimos el académico Fernando Suárez –bien conocido por la defensa que hizo en las Cortes Españolas de la Ley de Reforma Política de 1976— y yo mismo: una Fundación Real Juan Carlos I, para con ella resolver no sólo el actual problema patrimonial del Rey Emérito, sino que, de hacerse realidad el proyecto, que depende de la decisión última del Rey Felipe VI y de Juan Carlos I, podría contribuir grandemente a la modernización de España. Con máxima atención a la ciencia y tecnología y a la cultura, viéndola como algo permanente, y a la que desde su comienzo pueda contribuirse con recursos de toda clase de donantes e incorporación de sabios y emprendedores.

En definitiva, con la idea de la fundación puede hacerse mucho por normalizar uno de los temas principales y actuales de la monarquía parlamentaria, con un caso resuelto que, además, dará gran tono al quehacer político, cuando estamos frente al ‘totum revolutum’ actual, con diversidad de manipulaciones inconstitucionales del III Gobierno Frankenstein.

Finalmente, no creo que mi libro ‘Pentagonía. Acta final’ vaya a ser el último testimonio del aquí firmante. Más bien cabe decir que no debe haber día sin letra, ni momento sin pensamiento, ni jornada sin afán. Seguiremos en el quehacer de cada día, observando, proponiendo. Eso creo que lo tenemos bien claro todos los que participamos en los cambios políticos en 1976-1978. Y por eso mismo, insistimos ahora en el tema de la Fundación Real Juan Carlos I, para incluirla como una de las últimas piezas, tardía, pero a tiempo, de nuestra Transición Democrática.