Gabriel Sanz-Vozpópuli

  • Si a la ‘Ley de Memoria’ del PSOE le sucede una ‘Ley de Concordia’ del PP y Vox no habremos entendido por qué nos es imposible hablar del pasado con normalidad

El 20 de diciembre de 1975 quien esto escribe era un crío de once años que intuyó algo raro desde primera hora simplemente observando la cara de su madre en el desayuno -«anda, tómate eso rápido y si no pasa el autobús, vente para casa»-. Pero el autobús de ruta llegó y nos llevó como cada día al colegio Sagrada Familia situado en Las Presas, una pedanía a pocos kilómetros de Santander; era un centro seglar a pesar de su nombre y del nacional catolicismo imperante en lo formal, aunque ya muy venido a menos en las costumbres gracias a aquellos primeros curas con guitarra y a las extranjeras en bikini tan bien reflejados en la serie Cuéntame.

Nos dijeron que había muerto Franco, el viejo lleno de medallas que salía en la tele en blanco y negro y en el No-Do de las dobles sesiones de cine matinée los sábados en el Cervantesy que acababa de fusilar a alguien semanas antes mientras en los transistores sonaba, premonitorio, Llora el teléfono, de Domenico Modugno. Lo cuenta muy bien el maestro de periodistas Miguel Ángel Aguilar, que le tocó cubrir informativamente las horas más trágicas de los últimos fusilados por el franquismo: «Nunca olvidaré la ráfaga de los fusiles».

La trascendencia del momento no la colegí hasta años después, ya de adolescente, porque en la mente de un niño cuesta entender que el mismo anciano al que costaba mantenerse en pie firmará sentencias de muerte o cualquier otra cosa. Lo cierto es que nos bajaron a la capilla para rezar, o lo que fuera aquello, durante una o dos horas que se me hicieron interminables; ni que decir tiene que el confinamiento hizo estragos y acabamos no pocos castigados en fila, de rodillas y mirando a la pared en cuanto, sentados y cocidos con el anorak puesto, empezamos a liarla parda en aquellos bancos corridos de Iglesia tan propicios para liarla.

«Volver a las andadas»

Esa es toda mi memoria histórica del franquismo y de una muerte en la cama y en paz -dato no menor- que hace ahora cincuenta años cambió para bien la historia de España. No es ni mejor ni peor que la de cualquier otro niño de la época, pero es mía, intransferible, y recordarla en estos días me retrotrae a un tiempo en el que fui feliz ese día y otros dos o tres más de luto en una calle, Nicolás Salmerón, donde jugábamos al fútbol -con porterías hechas con los jerséis, hasta que pasaba algún coche (sic) y parábamos el partido. Como tantos de mi generación.

Entiendo, por supuesto, el comprensible alborozo con que se vivió la desaparición de Franco en muchas casas de represaliados, algunas muy cercanas a mi familia, y entre los que aún se encontraban huídos al extranjero cuarenta años tras el fin de la Guerra incivil; y entiendo, también, la zozobra que los franquistas por convicción, una minoría, o ese mayoritario franquismo sociológico por simple supervivencia empezaban a sentir una vez constatado que el hombre que había regido los destinos del país -nadie osaba a llamarle dictador entonces, eso fue mucho después- había muerto después de una agonía interminable.

«¿Y ahora, qué? A ver si vamos a volver a las andadas«. La expresión empezó a ponerse de moda en las conversaciones en voz baja, siempre acompañada de un gesto de miedo y, sobre todo, de lo que en teatro se denomina pausa dramática más que sospechosa. Volver a las andadas. No entendía nada. Quizá es que quienes cursamos la Educación General Básica (EGB) nunca llegábamos a estudiar el siglo XX en las clases de Historia y en casa, sencillamente, no se hablaba del tema.

Explicarnos nuestro convulso siglo XX

Fue a partir de entonces cuando empecé a quedarme a las sobremesas familiares en Boo de Guarnizo a escuchar en silencio viejas historias recuperadas de golpe y porrazo. Por ejemplo, que a mí abuelo paterno, Timoteo, estibador del puerto de Santander y simpatizante de Uníos Hermanos Proletarios (UHP), una alianza sindical previa a la guerra en las provincias del norte entre la UGT y la CNT, le llevaron de Santander a Bilbao a encerrarle en la plaza de toros de Vistalegre en 1939. Había muerto tres años antes que Franco, en la cama como él, no ante el paredón. Me sirvió para entender que el objetivo de aquella España que acababa de nacer era ese, que nadie más muriera ante un pelotón de fusilamiento ni se viera obligado a huir de su país. Por eso estoy y estaré eternamente agradecido a los que lo lograron: Del hoy muy cuestionado Juan Carlos I -se lo ha ganado a pulso-, a Adolfo SuárezSantiago CarrilloFelipe GonzálezManuel Fraga y tantos y tantos otros que pusieron de su parte lo mejor de sí mismos para no volver a las andadas.

Y para eso, para evitar los demonios cainitas que de cuentos en cuando nos asolan, nada mejor que exhumar de las cunetas los últimos restos de quienes perecieron en aquella guerra atroz y en los momentos inmediatamente posteriores represaliados por el franquismo -Un país que se respeta a sí mismo no puede tener muertos sin nombre desperdigados por las acequias-. Así como reivindicar, a partir de la exhumación de la última calavera, la necesidad de una memoria compartida por todos; una memoria de la que nadie se sienta excluido basada en el principio de que aquella barbarie de nuestro convulso siglo XX necesitamos explicárnosla y explicársela a nuestros jóvenes desde la razón, no desde las tripas.

La ‘vuelta de la tortilla’

¿Por qué digo esto? Porque sí a la vigente Ley de Memoria Histórica, aprobada en 2005 por el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, sin consenso con el PP, dato este que explica las dificultades que ha tenido para ser implantada y reconocida por una buena parte de la sociedad, le sigue en el futuro próximo una Ley de Concordia aprobada solo por los votos de Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal, otro trágala, no habremos aprendido nada; no habremos entendido el por qué nos cuesta tanto hablar de nuestro pasado reciente con normalidad.

Admitir que el franquismo fue un régimen criminal nacido de un golpe de Estado ilegal, sí, pero no quedarnos sólo en eso sin reconocer que, mucho antes del 18 de julio de 1936, el régimen democrático que fue la II República ya había perdido el control del orden público y que la evolución de la propia guerra por la división del Ejército derivó en una confrontación de tres alos terribles entre dos totalitarismos, no entre democracia y fascismo.

No lo digo yo, lo dicen intelectuales tan brillantes como Ortega y GassetUnamuno, o periodistas de la Tercera España imposible como ese Manuel Chaves Nogales en su imprescindible A Sangre y fuego (Héroes, bestias y mártires de España). Cuando cayó en mis manos hace un par de décadas, me sorprendió su parecido con la Historia Universal de la Infamia, la célebre colección de cuentos del argentino Jorge Luis Borges… con la particularidad de que los cuentos de Chaves Nogales en el frente fueron reales, sucedieron en ambas trincheras aunque suenen a realismo mágico y sus protagonistas con sus miserias y grandezas, hoy en el olvido, tuvieron nombres y apellidos.

La Ley de Memoria Histórica de 2005 nació coja por falta de consenso, sí, y nada le vendría peor al objetivo final de cualquier otra norma de esas características: verdad, justicia y reparación, que sustituirla por una Ley de Concordia a la medida de los partidos que hoy se sienten agraviados por la izquierda gobernante; una suerte de nefasta vuelta de la tortilla, tan española, para imponer otra ley de parte, justo lo que no quisieron Chaves Nogales y sus coetáneos.