ABC 28/08/13
IÑAKI EZKERRA
Un gran número de niños vascos no disfrutan de su infancia con la plenitud y el clima de confianza con la que lo hacen los de otras partes de España. Al ensombrecimiento de su niñez por el terrorismo cercano, le sigue hoy el de esa exaltación macabra de la que los adultos con un mínimo sentido común tratan de distanciarlos y de protegerlos
Cuando yo era crío –allá por los inicios de los años sesenta– la Semana Grande bilbaína me parecía más grande de lo que me parece ahora. Lo lógico es que, con la democracia, crecieran esas fiestas de la Villa del Nervión que en aquellos tiempos prácticamente se reducían a un programa de teatro, de fuegos artificiales y de toros en el que cabía un corrida cómica dirigida al público infantil y políticamente incorrecta pues en ella los diestros eran enanos. Lo lógico sería eso –que, tras la Dictadura, esa Semana Grande se hubiera agrandado más–, pero mi percepción es la contraria, como digo. Algo tendrán que ver en ello las mutaciones que experimenta la retina en el proceso que va de la niñez a la madurez, eso que Juan Ramón Jiménez describía en unos versos dedicados a su pueblo natal: «Cuando yo era el niño dios, era Moguer, este pueblo,/una blanca maravilla; la luz con el tiempo dentro./Cada casa era palacio y catedral cada templo».
Pero hay algo más. Hay otros factores que han contribuido al misterioso empequeñecimiento de la Semana Grande bilbaína y que no son los de las mutaciones oculares de la edad a las que aludía el poeta de Moguer en su versos. A la «apolitización» dictatorial del ocio que imponía el franquismo, no le siguió en el País Vasco de la etapa democrática una experiencia jubilosa de la libertad y la pluralidad en las fiestas, sino una politización de éstas tan dictatorial como aquélla, o más, por lo explícitamente sectaria. No es ya que nadie pudiera exteriorizar su ideología sino que sólo podía hacerlo un sector social y político: el nacionalista.
Si era explicable e inevitable que esa politización se diera en las verbenas de la Transición, no lo es que se haya mantenido hasta el presente. Ha sido triste noticia estos días la elección de una representante del colectivo de familiares de presos de ETA como «txupinera» de esa fiestas así como su permanente presencia en éstas pese a la denuncia de Carlos Urquijo, el delegado del Gobierno en el País Vasco, y la prohibición expresa del juez que atendió esa denuncia. Por desgracia, esos hechos no han constituido ninguna novedad. De una manera o de otra el mundo de ETA siempre ha estado presente en todas las festividades populares del País Vasco, hasta el punto de que es una ideología que necesita de éstas para sobrevivir; lo que indica, por otra parte, la escasa seriedad de su discurso político.
No es que este año ETA haya aprovechado un supuesto «nuevo tiempo» para monopolizar la Semana Grande bilbaína. Es que las actuales fiestas nacieron ya así en 1978 de una comisión llena de nombres de Batasuna y cuyo portavoz era el conocido exmiembro de la Mesa Nacional Karmelo Landa. Con eso está dicho todo. La responsabilidad máxima de que este hecho no haya variado es, sin duda, del PNV. Unas veces por miedo al enfrentamiento, otras por dejación y otras por complicidad ideológica, ese partido nunca le ha arrancado a ETA su protagonismo y tampoco lo ha hecho el PSE-EE cuando ha gobernado.
La actitud de esos dos partidos estos días atrás es bien ilustrativa. En vez de solidarizarse con Carlos Urquijo, a quien las comparsas le dedicaron carteles insultantes en el recinto festivo por tratar de hacer cumplir la legalidad, el peneuvista Koldo Mediavilla le acusó de «pirómano» y el socialista José Antonio Pastor, de «sacar las cosas de quicio». La actitud del PNV no responde ya a la complicidad ideológica de la era Arzalluz, pero sí al cálculo electoral, al afán de hacer guiños al abertzalismo radical para rascar votos de Bildu y marginar al PP de la vida vasca. La actitud del PSE-EE responde a una similar maniobra de estigmatización del partido de Arantza Quiroga, así como al deseo de hacer valer como logro propio esa ausencia de atentados que es resultado de la política antiterrorista iniciada por Aznar. Eso es lo más miserable: que toda esa soledad del PP en las fiestas bilbaínas responde a la burda táctica electoralista de unos dirigentes políticos que disimulan su secreta alergia –no democrática ni ética sino simplemente sectaria– hacia esa misma «txupinera» de repulsiva y desafiante sonrisa con la que no se habrían tomado nunca un vino ni se lo volverán a tomar.
Sí, me repugna la sonrisa de Jone Artola. Cuando un preso y sus allegados se ríen del juez es porque asumen orgullosos la condena, no porque esperan la clemencia. Jone Artola se ríe de la legalidad constitucional en todas las fotos publicadas esta pasada semana y hay que entender que su sonrisa, que no es la del arrepentimiento sino la del orgullo, es la sonrisa de los presos a los que representa. Se ha dicho que su presencia estelar en las fiestas de Bilbao agrede a las víctimas, pero hay que ir más lejos. Agrede a la ciudadanía democrática y también a cualquier sentido pedagógico decente. Agrede a ese bien a proteger que es la infancia. Las «txupineras», los pregoneros de las fiestas, como los gigantes y los cabezudos, como Papá Noel o los Reyes Magos, son, en las sociedades normales, personajes fantásticos que desatan la imaginación infantil. Los niños ven en ellos a seres extraordinarios y portentosos a los que se acercan y saludan con la emoción y la inocencia propias de su edad. Por eso la elección de las personas que los encarnan debe estar desposeída de cualquier carácter político y con más razón si éste es conflictivo y remite a la violencia criminal. En el País Vasco, la elección de semejante personaje para representar a una Semana Grande empequeñece ésta porque hace que los padres cabales traten de alejar a sus hijos de ese contacto extraño y lleno de referencias hostiles que sólo los mayores están en condiciones de superar de un modo fingido. Un gran número de niños vascos no disfrutan de su infancia con la plenitud y el clima de confianza con la que lo hacen los de otras partes de España. Al ensombrecimiento de su niñez por el terrorismo cercano, le sigue hoy el ensombrecimiento de esa exaltación macabra de la que los adultos con un mínimo sentido común tratan de distanciarlos y de protegerlos.
He hablado de la Semana Grande de mi infancia. Guardo el recuerdo de un desfile de majorettes que se detuvo en un edificio emblemático de mi ciudad. De pronto éstas rompieron filas y mi abuelo me acercó para que las saludara. Recuerdo que una de ellas me sentó en su regazo y que para mí aquella «conversación» que ambos mantuvimos fue mágica. Fue como haber conversado con un ser mitológico. Pues bien, de esa ilusión tan simple y sencilla se les priva hoy a los niños bilbaínos cuyas familias no desean para ellos el adoctrinamiento político. Cuando se habla de la enfermedad moral del País Vasco, muchos de los que la niegan indignados actúan, sin embargo, en su vida privada con absoluta conciencia de que esa enfermedad existe y procuran atenuar el efecto del virus en los suyos. A ningún abuelo que no esté fuertemente ideologizado se le ocurre acercar a su nieto a Jone Artola. Antes bien, tratará de disuadir al niño, de distraerle, de hablarle de otra cosa. Estos son los detalles que no suelen contarse nunca de la vida vasca, pero que corresponden a una realidad cotidiana que guarda asombrosas concomitancias con la franquista. Ante la politización de la vida social y diaria, la reacción de muchas familias es un apoliticismo muy similar al de los años sesenta. No. No es «la semana más grande del mundo», como ha dicho el alcalde del PNV. Pero, si ese partido quisiera, podría empezar a ser menos pequeña.