Fernando García de Cortázar, ABC, 22/5/12
«Ante mis ojos tengo una fotografía, tomada en el congreso sobre “Memoria y convivencia” celebrado en Bilbao, que contiene la densidad aborrecible de lo que el terrorismo puede hacerle a una sociedad. Una fotografía que, más allá de los respetables sentimientos de una víctima, contiene la impostura de un antiguo verdugo»
LOS españoles hemos conocido el terrorismo de un modo que precede a las untuosas reflexiones intelectuales, a los análisis de encuentros y congresos, al cordial intercambio de ideas y propuestas, realizado en situaciones de seguridad personal y de distanciamiento afectivo. Durante mucho tiempo, el terrorismo ha sido la peor parte de nosotros. Los golpes del terrorismo nos desconcertaban porque siempre eran capaces de tomar formas cuyo envilecimiento nos había resultado impensable. Nos enfrentábamos a algo tan terrible como una acción maligna en estado puro, una obscenidad que se alimentaba de su propia anarquía moral. Nuestra debilidad se alimentaba de nuestra virtud, porque siempre tratamos de comprender lo que ocurría, siempre quisimos persuadirnos de la existencia de una lógica, de una razón, de una justificación que, si en nada templara la frialdad de aquellos actos, por lo menos ayudara a comprender el repugnante deleite de sus ejecutores.
Esa flaqueza alimentó las peores opciones de algunos de nuestros dirigentes políticos, empeñados en encontrar las vías de un diálogo cuya simple enunciación, en la primera legislatura de Rodríguez Zapatero, señaló la avería política y el desajuste ideológico a los que era capaz de llegarse en un país agotado por el sufrimiento. Sólo quienes han extraviado cualquier instrumento de navegación por las zonas más oscuras de la historia pudieron aceptar las condiciones de aquel reconocimiento del adversario, cuando las víctimas del salvajismo yihadista yacían en el recuerdo más cercano. Sólo las voces contagiadas por una desesperación que ciega nuestra capacidad de resistencia en el territorio de la rectitud pudieron referirse a una negociación. Sólo quienes continúan tratando de convertir el terror en el resultado de una idea pueden plantearse ejercicios de reconciliación, como si nuestra sociedad hubiera estado en un conflicto en cuyas orillas idénticas se acumularan las víctimas de una violencia común.
El terrorismo es una infección tan perversa que no sólo provoca el dolor inmediato de una pérdida humana. La vida cancelada es una bomba de relojería afectiva que suena con amenazadora y obsesiva insistencia en el corazón de quienes tienen que continuar viviendo. El terrorista no sólo arrebata el privilegio de vivir, sino también el modo en el que se sobrevive. A las víctimas directas se suma la existencia de quienes temen dejar de ser fieles a sus muertos, de quienes viven para siempre en un ámbito cercenado, en un espacio que reconoce día a día la ausencia, en un silencio que ha talado las voces de los desaparecidos.
Pero hay algo que, sin ser peor, da otra vuelta de tuerca a esta infamia definida sin escrúpulos como una «circunstancia política». Con el terrorismo no se convive: con el terrorismo se coincide en un lugar y en un tiempo aciagos. El terrorista es portador de una arrogancia implacable, una altanera y despiadada contemplación de su lugar en la historia, que le permite observar a los demás como un conjunto de vidas despreciablemente mediocres, carentes de profundidad heroica, existencias deficientes que no han alcanzado la talla de un fanatismo que las haga respetables. Depositarios de una razón que es rechazada por la inmensa mayoría, convierten su aislamiento en una estatura moral en la que todo les está permitido. Cautivos de su propia liberación, establecen un código de conducta que no los define sólo a ellos, sino que encharca la sociedad entera. Las víctimas lo son en un doble sentido, ya que no sólo mueren sino que siempre han podido morir. Nunca han vivido del todo, porque el terrorista no sólo puede matarles, sino que les ha obligado a existir en una provisionalidad muy parecida a una ejecución aplazada. La vida en su sentido pleno, como proyecto que depende de nosotros, es arrebatada en el mismo momento en que se nos puede asesinar. La realización del criminal precisa de esa precariedad sobre la que su nauseabunda voluntad se afirma, donde su existencia dice fortalecerse, donde adquiere la naturaleza infrahumana de una divinidad enloquecida.
Ante mis ojos tengo una fotografía que contiene la densidad aborrecible de lo que el terrorismo puede hacerle a una sociedad. Una fotografía que, más allá de los respetables sentimientos de una víctima, contiene la impostura de un antiguo verdugo. Adriana Faranda, antigua militante de las Brigadas Rojas, que participó en el secuestro de Aldo Moro en 1978, habla con Giorgio Bazzega, hijo de un policía asesinado por el grupo. La fotografía se ha tomado en el congreso sobre «Memoria y convivencia» celebrado estos días en Bilbao. Allí se dijo que «todos podemos poner el pasado en su lugar», se transmitió la amargura de la pistolera, que veía aquella violencia como una contrariedad histórica con la que debía contarse y se llegó a la injuria de recordar cómo Adriana Faranda consiguió ver al hombre, al hombre auténtico, tras cincuenta y cinco días de humillación, de miedo a morir, de saqueo del alma torturada. Al parecer su exquisita minusvalía ética no le había permitido entender que Aldo Moro era un político profesional y una persona al mismo tiempo. Su feroz sectarismo no había conseguido descubrir esa condición universal en su prisionero, hasta que fue apartando, uno a uno, los pliegues de su resistencia moral y fue rasgando las páginas de su dignidad sagrada.
Poco me importan los sentimientos de frustración y de arrepentimiento de este pintoresco personaje que con otros pocos más se insertaron como un absceso, en una sociedad que, treinta años atrás, había dejado como lección suprema la violencia inaudita de una Europa desquiciada. Ahora resulta que debe interesarnos su evolución y la adquisición de cierta sensatez en sus postulados. Ahora resulta que no podemos decir que estas personas nunca se dejaron llevar por una ideología, sino que esa pretendida fe era una patología, que en otras circunstancias conduce al juego hasta la ruina, a incendiar parques naturales o a robar en grandes almacenes. ¿Es que necesitamos reconciliarnos con ellos, cuando ellos mismos fijan ese punto de encuentro, que sólo les obliga a deponer las armas, mientras a nosotros nos lleva a reconocer sus razones y a condenar sus métodos? ¿Pero es que había algo más que un método, que no debe confundirse con una táctica política, sino con el mero síntoma de una enfermedad?
Me preocupa algo más hondo. Y es que, no pudiendo obtener el perdón de sus víctimas, los terroristas y una meliflua sociedad que falsifica la misericordia proporcionen una nueva carga a los amigos y familiares, a todos aquellos que hemos denunciado la atmósfera irrespirable de una nación chantajeada. Su crimen se convierte en nuestra flaqueza. Sus actos pasan a juzgar nuestra estatura moral. Su sentido de la impunidad pretende manifestarse en nuestra idea de la justicia. Camus recordaba, en su debate con Mauriac en 1945, que el perdón no nos pertenece; sólo puede ofrecerlo quien fue silenciado para siempre. Y a ver si vamos a acabar reprochando a las familias que no tengan la caridad necesaria para abrir su corazón a esa pandilla de asesinos. ¿Nos imaginamos a Eichmann en un congreso sobre memoria y convivencia? Los terroristas mataron en nombre de una supuesta superioridad de su conciencia. Que no nos condenen ahora a olvidar lo fundamental, que no traten de decirnos que no sabían lo que hacían.
Fernando García de Cortázar, ABC, 22/5/12