FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • España está paralizada por un bibloquismo polarizador que hace imposible imaginar casi cualquier acuerdo transversal, pero carece también de una derecha que sepa cómo orientarse en su propio territorio

En Portugal, el líder conservador Luís Montenegro ha conseguido dejar fuera de su posible nuevo Gobierno a la Chega, el partido de ultraderecha que sacudió el sistema de partidos de nuestro país vecino. La reacción del PS, el anterior partido gobernante, parece que lo encamina a una oposición constructiva; hará oposición, pero le ha tendido también la mano para apoyar ciertas reformas. Desde luego, está por ver si conseguirá la estabilidad necesaria para llevar adelante la legislatura, pero estas maniobras no dejan de mandar una señal positiva. A la vista de lo que ocurre en nuestro país y de aquello hacia lo que apuntan las elecciones europeas, esta decisión va en la buena dirección. Muestra al menos que el sector mayoritario de la derecha tiene clara cuál ha de ser su relación con los partidos nacionalpopulistas. Justo lo contrario de lo que nos encontramos en España y en buena parte de Europa.

Está claro que España no goza de la cohesión nacional portuguesa y está paralizada por un bibloquismo polarizador que hace imposible imaginar casi cualquier acuerdo transversal. Pero, y esto es lo que nos va a interesar aquí, carece también de una derecha que sepa cómo orientarse en su propio territorio. Esta es la herida por la que sangra el PP, obligado, allí donde depende de Vox, a ceder en cuestiones que lo desfiguran como “derecha moderna” y, como vimos en las pasadas elecciones generales, lo limitan gravemente en sus aspiraciones a gobernar. En dos palabras, no ha encontrado aún una estrategia para relacionarse con Vox. Ni se la espera. Al menos después de lo visto en su acuerdo con los ultras relativo a la memoria histórica en las comunidades en las que gobiernan. O el que se sientan arrastrados por el vocerío crispante de los de Abascal para que parezca que no son menos contundentes en su rechazo del “contubernio Frankenstein”.

Lo peor, sin embargo, es que se ha acomodado a hacer oposición por la oposición misma. Me explico. Se rasga las vestiduras ante todos y cada uno de los pasos del Gobierno en su cesión ante los independentistas, pero no ofrece un contra-modelo, una alternativa. Fuera de la referencia genérica a la Constitución, a lo que, por otra parte, está obligado, ¿sabe alguien cuál es la solución del PP para apaciguar Cataluña o buscar una mejor integración de Euskadi? ¿Tiene algún plan para resolverlo? A las puertas de las elecciones en estas dos comunidades solo sabemos que no es el del actual PSOE, y esta indefinición lastra gravemente sus posibilidades de alcanzar allí un buen resultado. Otra pregunta. ¿Sabemos realmente cuál es su posición ante las nuevas guerras culturales? ¿Qué parte de las medidas al respecto impuestas en sus comunidades autónomas se corresponden con sus convicciones y cuáles son meras cesiones a sus socios de Vox?

Esta última pregunta no es baladí, porque el grueso de la hipoteca que le impone Vox va esta dirección y es la principal fuente del temor que inspira su liaison con dicho partido. Quizá le alegre saber que, como afirmaba hace un par de días Simon Kuper en Financial Times apoyándose en diversos sondeos, parece que las guerras culturales se van apaciguando. Baste una muestra, que enlaza con lo de la memoria histórica. Una amplia mayoría de estadounidenses y británicos se mostraban a favor de discutir los aspectos más controvertidos de su historia —el racismo o el imperialismo, según el caso—, no eliminarlos o renunciar a una visión crítica; pero tampoco compraban el radicalismo más woke. Y así en todos los temas. ¿Ven?, tampoco es tan difícil. Aunque, eso sí, tendrán que trabajárselo y plantarse luego ante Vox.