Manifiesto-Editores

Los países que tienen una gran historia, y España la posee a pesar de lo que diga nuestro ministro de Cultura, tienen periodos oscuros. Son tiempos que se apuntan en negro en esa Historia que se convierte en inevitable. Como cualquier gran país, España no está escasa de esas fechas para el olvido que conviven con páginas de nuestro pasado que determinaron el futuro, no solo nuestro sino también de Occidente.

España sin duda vive la más grave crisis política desde 1978. En este tiempo hemos podido comprobar la degradación del Poder Legislativo. En el Congreso de los Diputados, la producción de leyes de prosa aquilatada y clara ha sido sustituida por la acumulación farragosa de engendros legislativos confusos y contradictorios. Aumenta la degradación del Legislativo cuando le hurtan a la Cámara los debates más trascendentes como ha ocurrido con la imprescindible ayuda militar a Ucrania o el reconocimiento del Estado palestino.

Es evidente el deterioro y el decaimiento del Consejo General del Poder Judicial, atrapado e inmovilizado por los intereses partidistas y corporativos. Es conocida la degradación del Ministerio Fiscal, a cuya cabeza se coloca con soltura incomprensible a personas que vienen de ocupar estrados en los mítines partidarios o con una gestión desautorizada de forma concluyente por las más altas esferas de las instancias judiciales.

El estado de degradación del Poder Ejecutivo es otra nota sobresaliente de este tiempo de crisis política. Se nos presenta el Gobierno incapacitado para aprobar los Presupuestos y desautorizado en el Congreso de los Diputados por parte de los ministros que lo componen. Así se ha hecho costumbre que retire proyectos de Ley ante la posibilidad de ser rechazados por sus propios socios o evite debates que mostrarían una mayor cercanía al primer partido de la oposición que a sus aliados gubernamentales o parlamentarios.

En Cataluña, después de las elecciones autonómicas, podemos estar a punto de confirmar el final del Estado de las Autonomías para pasar a un Estado Confederal por la puerta trasera, haciendo bueno aquello de “hoy somos más confederales que ayer pero menos que mañana”.

En ese ambiente de crisis política sistémica, el Congreso de los Diputados, aprobando la Ley de Amnistía, legitimará la arbitrariedad. Las leyes, los tribunales, las sentencias… han perdido su capacidad para ordenar la vida pública de manera definitiva. Justamente en este marco de debilitamiento institucional, hoy 30 de mayo, se convertirá en uno de esos días negros ante el cual las generaciones futuras se moverán entre la incredulidad, la vergüenza y la tristeza.

La Ley de Amnistía es tan contraria a nuestro Derecho Constitucional que mañana después de su aprobación, sus patrocinadores se verán obligados a presionar a los jueces y a los medios de comunicación para que su libérrima decisión parlamentaria se haga realidad, haciendo cada vez más poderosa la impresión de que nuestra democracia es exclusivamente “nombre y fachada”.

Desgraciadamente en el futuro los socialistas no podrán oponerse a las medidas más extravagantes e inmorales que se pudieran tomar porque han patrocinado una de ellas, ofuscados por el caudillismo y la soberbia del presidente del Gobierno. El precio por seguir gobernando ha subido hasta unos límites intolerables. Aun así, se sigue defendiendo este precio por un supuesto beneficio, que en realidad no existe. Hoy, la democracia española es más débil, la separación entre españoles más profunda, la esperanza democrática que representó la Constitución del 78 se difumina en aras de una tosca e inmoral voluntad de mantener el poder, haciéndonos recordar a los españoles los peligros que Montesquieu describía cuando escribía: “no existe tiranía más atroz que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo los colores de la justicia”.

Por todo ello, es imprescindible una reacción popular en defensa de lo que unos españoles construyeron hace décadas y otros hemos heredado. Por encima de los partidos y las siglas, hoy es el día en el que estamos llamados a defender la libertad y la igualdad que inspiraron los consensos de la democracia española del 78. Las democracias no funcionan sin una mínima concordia, y la Ley de Amnistía, aprobada con la única pretensión de formar y mantener al Gobierno, es un durísimo golpe a ese espíritu de pacto y reconciliación entre españoles que definió la Transición de la dictadura a la democracia.

Es necesario que todos nos demos por aludidos. Desde los jóvenes que no conocieron la dictadura franquista hasta los veteranos que piensan que ya dieron su última batalla, pasando por cualquier estamento de la sociedad española, mujeres y hombres, del norte y del sur, como lo hicimos en su momento, aprobando muy mayoritariamente la Constitución que hoy vilipendian y defraudan.

La Transición fue posible por muchas causas: la voluntad del Rey, unos políticos que supieron ver por encima de sus siglas y una sociedad necesitada de una libertad secuestrada durante cuarenta años. No fueron ajenos a la noble empresa los trabajadores con su voluntad de pacto y una elite (entendida como un grupo de personas con poder económico, político, social o cultural) comprometida con el futuro de la sociedad en la que vivían.
Hoy ese compromiso es necesario renovarlo. No estamos ante una batalla ideológica. Estamos ante la necesidad de que las instituciones sigan garantizando nuestra condición de ciudadanos, hombres y mujeres libres iguales ante la Ley. No estamos en una batalla partidaria sino ante la necesidad de recobrar un espíritu de concordia que haga posibles las discrepancias propias de una sociedad adulta porque estén a salvo los principios fundamentales que nos unen.

No somos fachas. Somos ciudadanos demócratas de izquierda, derecha o centro. Somos españoles orgullosos de serlo, que no necesitamos el perdón o el beneplácito de los nacionalistas. Somos europeos que deseamos un papel más comprometido de la UE con la lucha de quienes se oponen a los totalitarismos religiosos o ideológicos allí donde aparezcan, haciendo honor a las responsabilidades que corresponden a sociedades ricas y libres.

Reivindicamos otra forma de hacer política. Repudiamos la política pequeña, de campanario, la que solo tiene en cuenta las ambiciones personales o de la tribu ideológica. Reivindicamos la política con mayúsculas, la de los grandes pactos para enfrentar en las mejores condiciones un futuro cada vez más incierto. Defendemos que el debate de las ideas sustituya a los insultos y descalificaciones, que los jueces realicen su labor sin condicionamientos mezquinos y partidarios. En definitiva, defendemos la decencia en la vida pública.

Por todo ello creemos que hoy no termina nada. Al contrario, hoy empieza un tiempo distinto en el que tenemos que poner lo mejor de cada uno de nosotros.