FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La política ha devenido en algo opaco, porque ya no podemos distinguir entre lo que son las exageraciones o exabruptos característicos de las campañas y la práctica política ordinaria

Cada vez se hace más difícil distinguir entre política normal y política en modo electoral. En parte, porque no paramos de ir enlazando unas elecciones con otras; pero también porque nuestros políticos una vez que se han socializado en la práctica electoral ya no pueden soltarla, se convierte en su particular “política normal”. Dicho de otro modo, las distorsiones propias de los discursos y proclamas propias de los periodos electorales han acabado colonizándolo todo. La política ha devenido, así, en algo opaco, porque ya no podemos distinguir entre lo que son las exageraciones o exabruptos característicos de las campañas y la práctica política ordinaria.

Sí es verdad, sin embargo, que en todo proceso electoral nos encontramos con peculiaridades más ajustadas a lo que demanda la situación. Veamos algunos ejemplos. Ese “desde el rio hasta el mar” de Yolanda Díaz ¿lo piensa de verdad o es producto de la necesidad que tiene ahora, después de los anteriores resultados negativos, de mostrarse más radical que Sánchez en cuestiones de política exterior? ¿Es verdaderamente consciente de lo que significa en la práctica o se trata de mero recurso para envolverse en la retórica universitaria woke? O, si no fuera porque tenemos las europeas a la vuelta de la esquina, ¿habría reconocido nuestro presidente al Estado palestino o aprovechó el paso dado por Irlanda y Noruega? O, ¿habría sobreactuado tanto con Argentina? O, ¿cómo se explica ese afán de los partidos que sostienen al Gobierno de no apoyarlo en las votaciones del Congreso? ¿Es algo puntual, por motivación electoral pura, o será la pauta a partir de ahora? No lo sabemos. Como tampoco sabemos si el PP seguirá enlazando meteduras de pata como lo de aventurar un posible pacto en el Parlamento Europeo con Giorgia Meloni. Ha caído en el mismo error que en el de las pasadas generales, blanquear a Vox. Increíble.

“Fiebre electoral” sería una adecuada expresión para dar cuenta de todo esto, un síndrome parecido al término alemán de Reisefieber, la inquietud que algunos sienten ante un viaje inmediato. Ese estado de ánimo febril que impide pensar correctamente y que muchas veces acaba provocando lo contrario de lo pretendido. Con todo, con independencia de las consecuencias electorales de las afirmaciones de cada cual, una vez pasadas las elecciones lo normal es que las aguas vuelvan a su cauce. Lo malo, como antes decía, es que, salvo excepciones, se sigue con la inercia. La característica de los periodos electorales es que los diferentes actores políticos se ven obligados a diferenciarse, a meter al ciudadano en estado de excitación perenne. Y para que no decaiga el espíritu competitivo y provocar la movilización lo más sencillo es despotricar contra el adversario. Como pueden observar, casi lo mismo que nos encontramos en la política de cada día, siempre con las armas en alto.

Dos cosas más. Una, no estamos condenados a que esta situación tenga que seguir reproduciéndose. Salvador Illa demostró que es posible tener éxito sin agredir a nadie, saliéndose de la política de la confrontación mecánica y buscando el entendimiento. La política del sosiego es posible. Y dos, ¿cuándo entenderán los partidos que cada elección debe de leerse en su propia clave, no como la prolongación de una guerra eterna entre facciones? Siempre van de acceder al poder, claro, pero lo que nos interesa es saber para qué lo quieren; no como prolongación de una especie de lucha perpetua entre el bien y el mal, sino para poder elegir entre unas u otras propuestas. En estas elecciones toca hablar de la Europa que queremos, no permanecer en las reyertas de siempre.