PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO-El Correo

Gernika no puede ser la justificación de ETA porque, si no, cómo se entiende que no surgiera algo similar en el resto de España, donde la represión franquista fue mucho más cruel

Tras ETA, la batalla ideológica va a girar alrededor de la política de memoria. El eslabón de enganche quedó dispuesto en una de las cartas de disolución de la banda –la fechada el 8 de abril pasado–, donde se aludía por dos veces al bombardeo de Gernika, colocándose ahí ETA como heredera de «aquella violencia y aquel lamento». A nadie que conozca mínimamente la historia del nacionalismo le extrañará, por tanto, que nuestro actual Gobierno vasco tenga también a Gernika como epicentro de su política de memoria. La posverdad es la misma en ambos casos: con la ayuda inestimable del mundialmente conocido cuadro de Picasso, donde no aparece la villa foral salvo en el nombre, se transforma Gernika de lo que realmente fue –o sea, uno más, y no el mayor ni mucho menos, de los horrendos bombardeos sobre población civil a cargo casi todos del bando nacional– en un ataque de España contra Euskal Herria, obviando que Navarra se convirtió en el principal baluarte del franquismo en toda España y que Álava se sumó con toda tranquilidad al denominado Alzamiento.

Pero es que además Gernika, como símbolo de la Guerra Civil, no puede ser en ningún caso la justificación de ETA porque, si no, cómo se entiende que no surgiera algo similar en el resto de España, donde la represión franquista fue mucho más cruel y despiadada que aquí. Francisco Espinosa, probablemente el mayor especialista en memoria histórica, deja muy claro en su trabajo ‘Sobre la represión franquista en el País Vasco’ que aquí la represión ejercida por el bando franquista fue incluso menor que la republicana, que incluye la de la Euskadi autónoma del lehendakari Aguirre.

El último ejemplo de esta memoria convertida en posverdad lo hemos tenido en Vitoria-Gasteiz el pasado sábado. Ese día el lehendakari Urkullu inauguró una placa en conmemoración del 75 aniversario del fusilamiento en Madrid, un 6 de mayo de 1943, de Luis Álava Sautu, el organizador –y que por eso le dio nombre– de la llamada ‘Red Álava’, que empezó ya desde 1937 con la ayuda y asistencia a presos y fugados nacionalistas y que luego, a partir de 1939, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, incluyó el espionaje a favor de los aliados. Acto estratégicamente situado en medio de los de la disolución de ETA, que no puede disimular un propósito contraprogramador: cuando en todos los medios las víctimas de ETA acaparaban el protagonismo, como correspondía a la ocasión, aparecía la nota alternativa de una víctima de la memoria histórica. ¿Casualidad? La fuerza del 75 aniversario obligaba a ello. Bien. Más redondo hubiera sido el 50 aniversario, pero en aquella ocasión no hubo conmemoración ni placa: así es la memoria histórica. En cualquier caso, aquí la posverdad consiste en querer dotar hoy de sentido a unos hechos sucedidos hace 75 años, ofreciendo a la opinión pública un paralelismo simple y fácil entre la España actual y la de la inmediata posguerra civil. Las siguientes consideraciones no pretenden negar la evidencia de que Franco fue enemigo acérrimo de una Euskadi ni siquiera autónoma. De lo que se trata es de mostrar las trampas de la memoria histórica al pretender mantener vivo el recuerdo de unos personajes sacados del contexto en el que vivieron.

Para empezar, un dato llamativo que mucha gente desconoce y que nos coloca también en aquel tiempo histórico de la dictadura franquista en Euskadi: Luis Arana Goiri, el hermano del fundador del nacionalismo vasco, vivió tranquilamente en Santurtzi desde el 8 de mayo de 1942, en que lo trajo su hijo Luis, hasta que falleció un 25 de junio de 1951. El capítulo que le dedica Jean Claude Larronde a esta etapa de su biografía se titula ‘Vejez apacible en Santurtzi’, perfectamente indicativo de cómo vivió en España, en el apogeo de la dictadura franquista, el referente del ala más esencialista del primer nacionalismo vasco. Su tocayo Luis Álava Sautu no tuvo la misma suerte: en su caso, sus actividades entraban de lleno en una lógica de guerra implacable.

Fue apresado por la Policía franquista el 2 de enero de 1941; o sea, medio año después de que los nazis ocuparan París en junio de 1940 y de que la Gestapo y la Policía franquista se hicieran con la sede y los archivos del Gobierno vasco en el número 11 de la Avenue Marceau. Un tiempo más que suficiente para haber avisado a toda la ‘Red Álava’ de que la documentación dirigida por ellos a sus jefes en el exilio estaba en manos enemigas. Landaburu, personaje clave del PNV en el París de entonces, habla de «imbecilidad» del partido. Pero esa explicación ignora la ley sagrada del espionaje: los espías son peones sacrificables por definición y su misión es proporcionar información hasta el final.

Tras la detención de la red, según los autores de la biografía más rigurosa de José Antonio Aguirre –presentada por el propio Urkullu en 2014–, el primer lehendakari autorizó contactos con los nazis al socaire de las teorías de un alto cargo de las SS, Werner Best, que pensaba construir una Europa según criterios étnicos. El PNV jugaba a dos bandas también entonces: con los nazis en todo su auge, únicos que podían influir en Franco, y con los aliados a través de la recién apresada ‘Red Álava’. Las piezas diseñadas para negociar la liberación de Luis Álava no acabaron encajando y terminó fusilado dos años y medio después. Sus 28 seguidores detenidos se libraron de la ejecución a cambio de largas condenas. En 1946, tras el triunfo aliado, todos quedaron libres.