Kepa Aulestia-El Correo

El pacto ético propuesto por el lehendakari «por una actividad política ejemplar» partió, en su presentación el 29 de agosto, del deseo de Pradales de que Euskadi no padezca «lo que vemos en otros lugares». El oasis vasco habría estado a salvo de que la acción política hubiese ido «perdiendo prestigio y credibilidad». Pero Imanol Pradales considera necesario prevenir el contagio mediante la firma conjunta de un decálogo que comprometería a los partidos, que es a los que en su alocución del Palacio Miramar se refirió como causantes –es de suponer que en esos «otros lugares»– de la desafección ciudadana hacia la política. Aunque siendo la necesidad imperiosa por reflejo, no se entiende muy bien cómo el pacto propuesto supondría un «salto cualitativo» para Euskadi.

Tampoco se entiende muy bien el quiebro argumentativo de situar la posición ética frente a ETA en una órbita «anterior y superior» al decálogo propuesto, concediendo a quienes aún hoy se resisten a considerar su violencia «radicalmente injusta» la exención de no tener que confrontarse con lo «anterior y superior» para firmar el pacto ético. Brindando a una formación –EH Bildu– de cuya avalancha de iniciativas parlamentarias no se ha escandalizado más que Andoni Ortuzar la oportunidad de señalar como único déficit ético de este país la persistencia política de redes clientelares. Cuando éstas son consustanciales a la existencia misma de los partidos políticos, dado que ninguno de ellos está libre de corresponder con favores a quienes se afilian o secundan una determinada opción. Empezando por la izquierda abertzale.

Pradales tuvo el acierto de subrayar que el contenido de su pacto debe realizarse por «los hechos». Lo cual resulta contradictorio con la rúbrica de un documento de obviedades éticas de incierta verificación. Es sabido que la ética y la política pertenecen a mundos distintos, y resulta problemático conjuntarlas. La ética se asimila erróneamente al bien que se dice desear o se procura, cuando también el mal cuenta con su propia ética.

El lehendakari Pradales aboga por una transformación nada menos que «sistémica» de Osakidetza. Recurriendo a la ética, alguien podría argüir que bastaría con que las administraciones competentes hicieran suyo el juramento hipocrático que concierne a los graduados en medicina. Sería un absurdo, precisamente porque los códigos éticos no resultan lo útiles que se pretende. No hay más que fijarse en los suscritos por los partidos frente a la corrupción. Cuando lo que importa es la Ley y su mejora.

Junto a ello es discutible que una actividad política laica deba o pueda ser ejemplar. No insultar, no provocar, no mentir o no exacerbar las diferencias no es ejemplar. Es sencillamente lo correcto. Como lo es dialogar, escuchar, rebatir sin descalificaciones, y poner en valor las coincidencias. El lehendakari Pradales –por poner un ejemplo– no necesita mostrarse virtuoso. Es más, si lo pretendiera dejaría de actuar como lehendakari para convertirse en algo sin cabida institucional. Los deberes que ha de cumplir no son éticos, son políticos y de legalidad. Parten de su designación parlamentaria, no del «zin dagit» junto al Árbol de Gernika. Tampoco es casual que Aristóteles fijase la virtud en el justo medio. Porque hasta ella es política, no ética.