IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

En ocasiones, el destino es cruel. Sobre todo con los ineptos. Acabamos de conocer que la precariedad laboral se ha hecho fuerte en la Administración pública y alcanza un escandaloso 29,9%. En números eso supone un millón de personas. ¡Vaya por Dios!, justo ahora que tenemos un Gobierno que había convertido la estabilidad en un objetivo prioritario e inexcusable y que para ello estaba dispuesto a demoler toda la reforma laboral que se encontró al llegar. Es evidente que la terrible y rápida expansión de la pandemia ha obligado a cubrir numerosas plazas y trabajos, bien para sustituir a funcionarios enfermos y/o asustados o más para atender a las nuevas necesidades que surgieron con ella. Necesidades que no podían ser atendidas con funcionarios procedentes de los lentos procedimientos públicos.

Eso es cierto, pero también lo es que, si la precariedad en el espacio laboral público se ha agravado con la pandemia, no ha surgido con ella. Ni mucho menos. La Administración arrastra desde lejos una exagerada presencia de temporales que prolongan su situación durante muchos años. Sucede principalmente en la Sanidad y en la Educación, pero no sólo en ellas, sin que los distintos gobiernos hayan sido capaces de arreglarlo. Es irónico que los nombres de Sánchez e Iglesias vayan a pasar a la historia como los que llevaron el nivel de la precariedad pública a sus cotas más elevadas. ¡Qué cosas pasan!

En el sector privado la situación es algo mejor, sin llegar a ser buena. Aquí la cuestión tiene otras aristas. El trabajo se desmaterializa y deslocaliza a marchas forzadas. Aquello tan bonito de trabajos fijos con salarios que se elevan con el paso del tiempo está pasando a la historia. Hoy en día en las empresas no hay nada permanente. No lo son los clientes, ni los procesos, ni los costes, ni los precios. ¿Por qué iban a serlo los empleos? Además, se crea o no, en este país hay bastante miedo a los contratos fijos por culpa de una legislación de despidos demasiado encorsetada y que se acomoda con dificultad a los vaivenes de la coyuntura. Todavía no hemos entendido que cualquier traba o impedimento que se pone al despido se convierte inmediatamente en una traba a la contratación. Y así van las cosas.

En el País Vasco la cosa es aún peor, pues el nivel de precariedad se sitúa cerca del 40%. Un nivel que resulta incomprensible. ¿Es necesaria la prestación de esas personas? Si lo es, ¿por qué no se les contrata definitivamente? Y si no lo es ¿por qué se les emplea temporalmente? Y en todo caso, ¿dónde encuentra la Administración la autoridad moral necesaria para abroncar a las empresas por sus datos, que son bastante mejores?