JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Ante la crisis en Ucrania, Sánchez puede resistirse a la relación con el PP y sentirse más cómodo convirtiendo al líder de Vox en jefe de la oposición ‘de facto’

La guerra en Ucrania va a durar. Es probable que pronto dejemos de ver una guerra abierta dada la prevalencia militar de Rusia, pero el conflicto que subyace se va a agudizar y a prolongar en el tiempo. Putin no contaba con esta reacción de gobiernos, empresas, sociedad civil y opinión pública en Occidente. El giro de Alemania ha cambiado sustancialmente lo que Putin podía esperar de una Europa que venía ofreciendo los peores signos de falta de cohesión y desconcierto estratégico. Pero en ninguna de las hipótesis que hoy pueden contemplarse aparece un final rápido y mínimamente satisfactorio para los intereses y los compromisos occidentales con Ucrania.

Putin tampoco lo tiene fácil. No solo está abocado a una intensificación de su ofensiva que inevitablemente causará -está causando ya- víctimas civiles de manera masiva y destrucción generalizada, sino que su victoria militar le plantea dificultades muy serias para asegurar el control del país invadido. Ucrania no es Bielorrusia, sus fronteras occidentales son extensísimas y comprenden Polonia, Moldavia, Rumanía, Eslovaquia y Hungría, y el espíritu de resistencia de los ucranianos no parece probable que vaya a extinguirse, sino que podría transformarse en una suerte de resistencia popular; sobre todo, si cuenta con el apoyo europeo y americano.

En todo caso, estamos ante un conflicto de una intensidad desconocida, con consecuencias económicas -sanciones- y sociales -desplazados y refugiados- que inciden en una situación que no ha alcanzado la normalidad prepandémica. Singularmente en España abordamos esta crisis con profundos desequilibrios en forma de déficit, deuda e inflación y vulnerabilidades no menos graves en una economía dependiente del consumo y de los servicios que, de nuevo, pueden sufrir el impacto de la inestabilidad y la incertidumbre.

La primera conclusión es que, como país, tenemos que prepararnos para lo que viene, que no va a ser ni fácil ni breve. Y esa preparación significa de manera muy especial contar con un Gobierno y una oposición en condiciones de actuar como se espera de ellos en semejante coyuntura. Por razones diversas y de diferente significado, las cosas distan todavía de acomodarse a la nueva realidad. En el Ejecutivo, la quiebra de la cohesión ya es estructural, con dos ministras -Belarra y Montero- que son las representantes genuinas del socio de coalición Unidas Podemos, en abierta oposición a las decisiones esenciales que definen la posición de España. La insignificancia de Alberto Garzón y el oportunismo de Yolanda Díaz, en trance de lo que con insufrible cursilería denomina su «proceso de escucha», no repara esta grieta profunda e irreversible.

En estos primeros días en los que la reacción europea y el coraje de los ucranianos nos ha imbuido de una épica que creíamos perdida, esta división interna del Gobierno puede ser de importancia menor. Pero cuando nos adentramos en un conflicto largo con impacto tangible en nuestra economía y desafíos políticos difíciles de afrontar, un Gobierno dividido es una opción temeraria.

En la oposición, el único partido que por su trayectoria en el poder y representatividad puede y debe ser interlocutor primordial del Ejecutivo, el Partido Popular, está saliendo de una crisis que va a requerir una terapia de efectos rápidos porque pocas veces ha sido tan cierto que el PP es una necesidad. Es posible que Sánchez se resista a establecer una relación que siempre ha negado al PP. Puede creer que se encontrará más cómodo alimentado al líder de Vox en el Congreso para intentar convertirle en jefe de la oposición ‘de facto’. Si es asi, Sánchez se equivocará.

De todas formas, ahora que la señora Le Pen tiene que retirar a toda prisa cientos de miles de folletos electorales en los que aparecía fotografiada con Putin, sería bueno que Vox no perdiera esta oportunidad para revisar su eurofobia y reconocer que afirmaciones como la de que la Unión Europea se parece a la Europa deseada por Stalin o por Hitler son barbaridades indigeribles que deberían sonrojar a quien las hace propias. Porque esta Unión Europea, a pesar de sus errores e insuficiencias, a pesar de sus crisis de valores y de sus choques culturales, ni es la Europa estalinista ni el «estercolero multicultural» al que gusta aludir el brutalismo dialéctico de la derecha populista. No, Europa es un gran espacio de libertad, de imperio de la ley, de proscripción de la violencia, de respeto al pluralismo, en la que los ucranianos en su resistencia encuentran el ánimo y la inspiración que no podemos defraudar.

Un Estado confrontado en una crisis de esta dimensión tiene que poner a punto los mecanismos institucionales y rehacer una arquitectura política cuyo centro de gravedad no sea la extravagancia y el radicalismo, sino la visión responsable y la clara percepción de lo que esta en juego.