«El Gobierno y ETA sólo podrán negociar sobre el futuro de los presos», se ha dicho, como si con esta limitación quedara a salvo el principio irrenunciable de la no negociación política. Pero sucede que el ciudadano está más dispuesto a aceptar que, a cambio de la paz, el Gobierno conceda la autodeterminación a los vascos que la excarcelación de los presos.
Hay semanas en que uno no sabe por dónde tirar. No es esta confesión un desahogo autocompasivo ni una declaración de impotencia ni, mucho menos, una disculpa que pretenda justificar inhibición ante el compromiso de opinar. Forma parte, por el contrario, del propio análisis de la realidad y quiere transmitir al lector el enmarañamiento en el que uno ha visto enredarse, en los últimos siete días, la situación política del país.
Ahogadas por la maleza que ha ido creciendo asilvestrada en ese sotobosque en que se ha convertido la política española, se encuentran, como no podía ser menos, las víctimas del terrorismo, es decir, esas plantas que más necesitadas están de luz y de oxigenación. Algunas de ellas han dado pie -todo hay que decirlo- a que otros se hayan visto obligados a defenderse de sus desmesuras y desplantes. Pero, como suele ocurrir, las reacciones que se presumían puramente defensivas se han convertido, ellas mismas, en ofensas.
Y, así, tras una larga serie de impertinencias y salidas de tono, la semana termina con el lehendakari eximiendo a los verdugos de su ineludible deber de pedir perdón, el Parlamento vasco exigiendo que nadie salga de esta contienda derrotado y el portavoz del grupo parlamentario del Partido Nacionalista Vasco definiendo a nuestra organización terrorista por antonomasia como una organización política que encarna la lucha moderna de las minorías contra las mayorías, aunque utilice -cómo no- instrumentos terroristas para llevarla a cabo.
La razón que explica, en gran parte, el enorme galimatías en que se ha enzarzado nuestra política tiene que ver con la tendencia irrefrenable de sus actores a la preposteración. Esta palabra, caída prácticamente en desuso en la lengua castellana, expresa mejor que ninguna otra, por su propia y evidente etimología, la capacidad que continuamente demuestran nuestros políticos de poner antes lo que debería venir después y de pervertir, en consecuencia, los tiempos y los ritmos de las cosas.
Nos encontramos, así, con que, antes de que se haya cumplido la condición previa que debería dar inicio a todo el proceso -hablo, como puede entenderse en este contexto, del anuncio, por parte de ETA, de su clara voluntad de poner fin a la violencia-, los políticos han comenzado ya a preposterar el natural discurrir de los tiempos y se han colocado, como si los pasos intermedios se hubieran ya dado, en el punto final de todo el recorrido. Se habla de este modo, como de la cosa más natural del mundo, nada menos que de perdón y reconciliación, como si quienes más llamados están a contribuir a estas actitudes, es decir, las víctimas, pudieran ponerse siquiera en disposición de adoptarlas, cuando sus verdugos no les han enviado todavía señal alguna de que estén dispuestos a reconocer su responsabilidad en el dolor que les han causado.
Por otra parte, no deja de ser asombroso que quienes más han caído en este lamentable error de trastocar los antes y los después de las cosas sean precisamente quienes, una vez disparadas todas las alarmas, más se apresuren a contener las incontinencias que ellos mismos han provocado. Nos piden así prudencia y cautela quienes, con sus continuos anuncios de un próximo principio del fin de la violencia etarra, más han contribuido a que se desaten todas las especulaciones, no ya acerca de cuándo tendrá lugar ese principio, sino, sobre todo, en torno a cómo se produciría ese final.
Cada cosa a su tiempo. Los políticos deberían saber, a estas alturas de la experiencia en la lucha antiterrorista, que, en materia tan sensible, resulta imposible contener la impaciencia una vez que ésta ha sido desatada. Más aún. Deberían saber también, y mucho mejor que nadie, que lo que podría ser viable en unas circunstancias determinadas y tras una costosa maduración puede verse frustrado de antemano por pura precipitación. Esto vale, sobre todo, para el delicado asunto de las víctimas.
«El Gobierno y ETA sólo podrán negociar sobre el futuro de los presos», se ha dicho muchas veces con suprema ligereza, como si, con esta limitación, quedara a salvo el principio irrenunciable de la no negociación política. Hoy podemos constatar, sin embargo, por la reacción que tal idea provoca en las víctimas, lo que siempre habían predicho las encuestas de opinión, a saber, que el ciudadano común y corriente está más dispuesto a aceptar que, a cambio de la paz, el Gobierno conceda la autodeterminación a los vascos que la excarcelación de los presos. Y es que hay cosas que, como ésta que implica la superación del dolor injustamente infligido y de la ofensa gratuitamente causada, sólo pueden llegar a digerirse una vez que se hayan producido la solemne renuncia a utilizar la violencia en el futuro y el reconocimiento explícito de los desmanes cometidos en el pasado. No cabe esperar antes lo que tendría que venir después.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 19/2/2006