JUAN DÍEZ NICOLÁS – ABC – 15/01/16
· Los presidentes españoles, de Gobierno de la Nación, de Comunidad Autónoma, incluso de Concejo, tienen más poder y más poderes que los jefes de Gobierno de los sistemas presidencialistas o parlamentarios, porque nadie de su mayoría parlamentaria se atreverá nunca a pedir su revocación y cambio por otro miembro de su partido.
Aunque sea una obviedad, el régimen consagrado por la Constitución española de 1978 es el de un sistema parlamentario. El artículo 1.3 establece: «La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria». Lo que esto implica es que el Jefe del Estado es el Rey (o Reina en su momento), y que el jefe de Gobierno (mal llamado presidente del Gobierno) es el que sea elegido por el Parlamento. Reitero que «mal llamado» porque en todas las democracias desarrolladas y especialmente en los países de la Unión Europea, Estados Unidos, etc., el jefe del Estado es el Rey o el presidente de la República, y el jefe de Gobierno se denomina primer ministro, jefe de Gobierno, pero nunca presidente, salvo en Italia, donde se denomina presidente «del Consejo de Ministros». Fue un error denominar presidente del Gobierno en la Constitución española a quien solo es el primer ministro o jefe de Gobierno, pues de aquí posiblemente se deriva la tendencia a transformar el régimen político español de «parlamentario» a «presidencialista».
No se trata de una cuestión semántica, sino profundamente política. En los sistemas presidencialistas el presidente (de la República) es elegido directamente por el pueblo, y es el jefe del Estado, mientras que el jefe de Gobierno o primer ministro es elegido por los miembros del Parlamento, generalmente por el partido o coalición o acuerdo de partidos, con mayoría parlamentaria. En España ha habido quien ha defendido que el presidente de Gobierno fuera elegido directamente por el pueblo, un disparate, pues, al ser una Monarquía, el Jefe del Estado es el Rey, y el jefe de Gobierno es elegido por los miembros del Parlamento, por lo que un presidente elegido directamente por el pueblo no podría ser ni jefe de Estado ni jefe de Gobierno.
Cuando examinamos la historia de nuestra democracia comprobamos que la progresiva transformación de nuestro sistema parlamentario en un pseudopresidencialismo ha provocado muchos problemas. En efecto, el presidente Suárez tuvo al final una gran contestación, incluso dentro de su propio partido, la UCD, pero el grupo parlamentario, en lugar de cambiarlo constitucionalmente por otro miembro del mismo partido, recurrió a toda clase de artimañas para finalmente provocar su dimisión, así como un intento de golpe de Estado afortunadamente frustrado. Lo mismo sucedió con Felipe González, quien debió ser cambiado por su partido después de las elecciones de 1993, por lo que la legislatura 1993-96 fue un continuo intento por derrocarlo, de manera que por hacer caer un gobierno casi se hace caer al Estado.
Lo mismo sucedió con Aznar en su segunda legislatura, llena de disparates que llevaron a que se utilizaran los atentados de Atocha para intentar derrocarlo, con lo fácil que habría sido que el PP provocase su cambio por otro presidente del propio PP. Lo mismo sucedió con Zapatero, si bien en su caso el cambio posiblemente hubiera debido hacerse a mitad de su primera legislatura, y su no cambio lo llevó a que en 2011 perdiese por mayoría superabsoluta. Al contrario que todos estos ejemplos, hay que recordar que la Sra. Thatcher no perdió su condición de primera ministra por haber perdido unas elecciones, sino porque su partido la cambió por Tony Blair sin que hubiese elecciones. En España, eso no solo no se ha hecho nunca, sino que ni siquiera nadie ha insinuado la posibilidad de que el partido mayoritario en el Parlamento cambie al primer ministro por otro del mismo partido (posiblemente porque se le llama erróneamente presidente).
Pero ¿por qué sucede esto en España? Pues porque la Ley Electoral impide de hecho la división de poderes, porque en realidad favorece la no-división de poderes. El líder de un partido nombra a todos los cargos del partido, incluye o excluye a los candidatos en las listas electorales europeas, nacionales, autonómicas, incluso locales. Y los jueces de los más altos Tribunales son elegidos por el Parlamento. Por tanto, unos parlamentarios que lo son por haber sido designados por su presidente difícilmente van a pedir la sustitución de quien los ha nombrado. Por ello, cualquier presidente de partido siempre es muy mayoritariamente respaldado por los órganos de su partido, por su grupo parlamentario, etc.
Actualmente vemos cómo el presidente del PP y el secretario del PSOE no solo no dimitieron al conocerse los resultados de las elecciones del 20-D de 2015, los peores de toda su historia, sino que ambos en lugar de hacerse el harakiri anunciaron su voluntad de presentarse a seguir dirigiendo su partido. UPyD perdió sus opciones electorales porque su presidenta se resistió a dimitir como líder de su partido. Por no hablar del presidente de la Generalidad de Cataluña, que por no dimitir ha hecho fracasar a su partido y a Cataluña. En España los mal llamados presidentes de Gobierno, elegidos teóricamente por su Parlamento, nunca son revocados por sus parlamentarios, sino que resisten hasta «morir con las botas puestas», perjudicando siempre a su partido, que parece tener vocación de inmolarse con su «jefe», como si emularan a las viudas en la India tradicional, que se inmolaban en la pira funeraria de su marido.
Los presidentes españoles, de Gobierno de la Nación, de Comunidad Autónoma, incluso de Concejo, tienen más poder y más poderes que los jefes de Gobierno de los sistemas presidencialistas o parlamentarios, porque nadie de su mayoría parlamentaria se atreverá nunca a pedir su revocación y cambio por otro miembro de su partido.
Puede que si la Reforma Constitucional cambiase el nombre de presidente del Gobierno por el de jefe de Gobierno o primer ministro, o por el de presidente del Consejo de Ministros, que además de en Italia fue también utilizado en España tanto con la Monarquía como durante la República, tendríamos una democracia más completa y con más división de poderes. Lo que solo se conseguirá con una reforma de la Ley Electoral que quite poder a los aparatos de los partidos y se lo dé a los ciudadanos, al eliminar el sistema de listas elaboradas finalmente por el «jefe del Partido».
JUAN DÍEZ NICOLÁS ES CATEDRÁTICO EMÉRITO DE SOCIOLOGÍA DE LA UCM Y DIRECTOR DE CÁTEDRA EN LA UNIVERSIDAD EUROPEA DE MADRID – ABC – 15/01/16