Javier Zarzalejos-El Correo
- El mandato rotatorio europeo que Sánchez vendió con la habitual hipérbole de la propaganda gubernamental queda reducido a un proceso entrecortado
No tenía mucho sentido que Pedro Sánchez compareciera ante el Parlamento Europeo diez días antes de la celebración de las elecciones para presentar su programa para la presidencia española del Consejo. Tampoco entusiasmaba a los representantes de los grupos políticos en la Cámara venir a España en la habitual visita que al comienzo de cada presidencia semestral reúne a ambas instituciones. Queda en pie el encuentro entre la Comisión Europea y el Gobierno español en los primeros días de julio porque se trata de dos ejecutivos cuyas respectivas administraciones tienen que asegurar que la maquinaria comunitaria sigue funcionando con la profesionalidad y la competencia necesarias.
La realidad es que esa presidencia europea que Sánchez vendió, con la hipérbole habitual de la propaganda gubernamental, como un acontecimiento fundacional de la unidad política del continente queda reducida a un mediocre proceso entrecortado, con un probable cambio de Gobierno, sin el consenso que ahora más que nunca Sánchez debía haber promovido y una evidente falta de capacidad para imprimir el impulso político y la definición creíble de prioridades que una presidencia se supone que debe aportar.
Puede ser un final especialmente decepcionante, tal vez amargo, para alguien como Sánchez que ha alardeado de su proyección europea. Lo grave es que el coste reputacional y político de una presidencia accidentada no recaerá sobre Sánchez -que seguramente lo habrá pagado en las elecciones-, sino que tendrá que ser pagado por España. Con el adelanto electoral, Sánchez ha estrellado la presidencia española del Consejo. Y eso no sale gratis.
Quien quiera una explicación cabal y autorizada de cómo funciona la Unión Europea y de cómo España ha tenido que trabajar para ganarse su lugar al sol tiene que leer el libro ‘Una pica en Flandes. La huella de España en la Unión Europea’ (Debate) que acaba de publicar Javier Elorza, embajador y el hombre clave en la sala de máquinas de la política europea de nuestro país durante más de dos décadas. España, un país de remontadas, tuvo que sobreponerse a las duras condiciones que debió aceptar para la adhesión a lo que en 1986 eran todavía las Comunidades Europeas. Con esfuerzo, ingenio y competencia, la Administración española demostró capacidad para estar a la altura de las experimentadas burocracias de los Estados fundadores. Pero, como detalla Elorza, el liderazgo que ofrecieron durante esas dos décadas primero Felipe González y después José María Aznar permitió que todo ese trabajo previo en la negociación diaria de alianzas, dinero y legislación diera sus frutos.
En la presentación del libro en Bruselas, Elorza subrayó las diferencias entre ambas personalidades, González y Aznar, cuya única coincidencia aparente era su afición a fumarse un puro -literalmente- cuando las cosas se ponían difíciles en las cumbres europeas para desesperación de buena parte de sus colegas. Describía el embajador, testigo directo y participante en tantas negociaciones, la dureza de la soledad ante los momentos decisivos, la fortaleza que hay que demostrar cuando se debe afrontar el aislamiento al que los demás someten a las posiciones que se defienden y el arrojo que hay que desplegar cuando se apuesta por la opción de realización más improbable.
Eso plasmaron personalidades por lo demás tan dispares como pueda imaginarse. Algo menos de 20 años de trayectoria europea en la que España va dejando su huella en los fondos de cohesión, la Carta de derechos y la ciudadanía europea, el lanzamiento de la Unión Económica y Monetaria, la cooperación policial y judicial, el euro y la euroorden, la lista europea de organizaciones terroristas, la ampliación al Este y la negociación al alza del peso español en la Unión en el Tratado de Niza, el éxito de los consejos europeos de Edimburgo en 1992 (González) y Berlín 1999 y Niza 2000 (Aznar).
Un periodo de continuidad y consenso básico que poco tiene que ver con una situación en la que las grietas en la estabilidad interna -proceso secesionista en Cataluña, investidura frustrada, moción de censura- y el duro impacto de las crisis sucesivas, desde la financiera de 2008 hasta la invasión de Ucrania, unidos al parón de las reformas modernizadoras, dejan un país que en 2008 alcanzó el 103% de la renta europea -30 puntos ganados en convergencia desde 1986- y que ahora se encuentra en el 85%, quince puntos por debajo de la media.
La voladura de la presidencia europea por la decisión de Sánchez es, en ese sentido, el episodio final de una andadura descendente en la solidez de nuestra posición en Europa. En este como en tantos otros terrenos, la tarea de reconstrucción que espera después de las elecciones será de enormes proporciones por mucho que puedan engañar las apariencias de un presidente que habla inglés